Ella salió de la casa.
Abrió la puerta del jardín lentamente y no la cerró. Caminó
también despacio, hasta
las barrancas. A esa hora todo estaba solitario. Nadie
en las calles, nadie en
la plaza. Antes de bajar por la barranca miró hacia atrás.
Miró su casa ya vacía.
Ya sola. Definitivamente. Dejó de mirar y siguió an-
dando. No quiso verla
más. Su vida había sido muy triste en ella. Siempre
sola, con tristezas, con
recuerdos. Ahora sería libre. Libre de no tener que ce-
rrar puertas y ventanas.
De caminar y caminar sin cansarse.
Cruzó las vías y la
larga recta le dio miedo. ¿Seguiría hasta el río? No lo sa-
bía. En un banco del
andén dormían dos chicos. Se alejó. No quiso verlos.
Oyó voces lejanas que se
iban acercando y se escondió. Los miró pasar.
Sus voces eran fuertes,
duras, ásperas, feas. Tuvo miedo de que la vieran y
quieta, casi sin
respirar los vio alejarse. Cuando saliera el sol la descubrirían.
Tendría que hablar,
caminar, ver y la gente la miraría. Pensó en su casa. En las
puertas y ventanas
cerradas. No. No soportaría el día. Ella quiso ver lo que
nunca había visto, pero
no le gustaba. Salió del escondite y corrió. Subió las
barrancas corriendo. No,
no quería el sol, la gente, el ruido.
La cuadra de su casa
todavía estaba sola. Nadie la vería entrar. Llegó jadean-
do hasta la puerta del
jardín. Ella la había dejado abierta. Ahora estaba cerra-
da. Intentó abrirla y no
pudo. Gritó. Nadie la oiría. Se quedó muy quieta
sentada en el suelo. El
sol comenzaba a salir; miró su vieja casa, sus ven-
tanas y puertas
cerradas. Su jardín. Nadie caminaría ya por él.
Se acurrucó aún más. El
sol ya daba luz a la cuadra. La gente comenzó a pasar.