lunes, 19 de abril de 2010

La visita---Norberto I. Pannone

Había escuchado sus pasos, allí nomás, cerca de la puerta de calle. Reconoció aquel andar pausado, el sonido inconfundible de los tacos repiqueteando en las baldosas de la vereda. Era ella, había vuelto. No tuvo dudas. Tal vez ya no estaba tan lejos como se decía.
Aquel sonido, se repitió hasta detenerse justamente frente a la entrada.
El hombre abrió con ansiedad y el viento helado le golpeó el rostro agitando los pocos cabellos blancos que aún resistían.
No había nadie.
La calle estaba desierta. La brisa fantasmal empujaba algunos papeles abandonados por allí, como al descuido. Cerró la puerta.
¿Cómo podría haber oído tan nítidamente aquel inconfundible taconeo? Pensó que, quizá, su imaginación le había jugado una mala pasada.
Se acostó pero no pudo conciliar el sueño.
El amanecer lo encontró sentado con la mirada perdida en la nada de la evocación. Recuerdos de íntimos paisajes sin tiempo ni sol, sin lluvias, de noches absurdas, sin color de lunas.
La noche siguiente se repitió exactamente lo mismo. Y en la subsiguiente también. Dudó un poco. Hoy, los pasos sonaron con más intensidad que en las noches anteriores. Por un inexplicable sortilegio, parecían estar mucho más cerca. Pensó en no abrir. ¿Para qué lo haría? ¿Para volver a percibir el aullido de la calle desierta? No, esta vez no abriría.
Golpearon. Esto era distinto. Alguien llamaba. Esperó un momento… Los golpes en la puerta fueron más apasionados que en las ocasiones primeras.
Se decidió y la abrió.
Y allí estaba ella, con aquel abrigo azul que hacía juego con sus zapatos descoloridas. La miró con todo el amor de siempre.
“Vamos”, le dijo, y lo tomó de la mano.
Él se aferró a la ella y salieron para enfrentar el gélido céfiro del sur. La calle seguía desierta.
Ellos, ya no se detendrían. Los esperaba el venerable camino de la eternidad.

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