viernes, 28 de octubre de 2011

El vendaval--Viviana Walczak


No hay venganza como el olvido

Baltasar Gracián



Elvira y Luciano Montillo habían nacido en Santander y se casaron muy jóvenes. Con tristeza, el hombre se dio cuenta que había cometido un grave error porque la esposa cambió radicalmente. Se convirtió en una mujer obesa, huraña, intolerante y violenta. El hijo de ambos, también era agresivo y hostil a su padre con frecuencia. Cuando éste llegaba de sus largos viajes, era recibido por reproches de Elvira y por las silenciosas miradas inquisitivas del adolescente.

Luciano trabajaba como maquinista en embarcaciones de poco calado, que surcaban el río con su variada carga de cereales, de galones de petróleo y de rollizos troncos. Sobre esas chatas, abiertas al sol y la luna, lograba evadirse del constante acoso de su familia. Se entregaba, con misticismo, a la contemplación del espléndido paisaje y se dejaba arrullar por el caudaloso torrente que, serpenteante, lo introducía en la tupida vegetación. Con los años, las peleas, en cambio de disminuir se acrecentaron porque Elvira, desconfiada, le recriminaba amoríos inexistentes. El desventurado tenía miedo de llegar a su casa y trataba de estar ausente la mayor parte del tiempo, reemplazando en las guardias a casi todos los compañeros. Dado que era muy reservado, nadie conocía sus angustias existenciales y por ende, la revolución que se gestaba en su interior. A veces, llegaba lastimado al trabajo como resultado de algún golpe recibido por la furia incontenible de su compañera, que hacía aterrizar sobre su cabeza jarrones, zapatos y botellas, sin importarle si estaban vacías o llenas

Cuando alguien le preguntaba por sus lastimaduras, se ingeniaba para inventar accidentes caseros que, decía, eran producto de su torpeza para reparar techos, arreglar cercas o limpiar malezas del jardín. No todos le creían y algunos se animaban a conjeturar en voz alta:

-Cosas extrañas le ocurren a Luciano Montillo…¡¡Muy extrañas!

Su único consuelo era el diálogo que mantenía con las impetuosas aguas y con el espléndido panorama natural que se desplegaba ante sus ojos, haciéndole comprender la dimensión de su pequeñez. Se aferraba a la fe y aunque desde su tierna infancia le habían inculcado que un hombre no debe llorar, lloraba como un niño su desventura.

Durante uno de sus viajes, un fuerte huracán se abatió sobre parte de la península, arrasando algunos pueblos. Destruyó todo lo que encontró a su paso y la chata en la que viajaba, no fue la excepción. Cuando toda la furia del vendaval pasó, dejó sobre la tierra marchita, tan solo restos esparcidos de ladrillos, troncos, piedras y una enorme desolación. Después de la tormenta, como sucede la mayoría de las veces, el río quedó en calma pero, a pesar de la intensa búsqueda, nunca más aparecieron los rastros de la embarcación ni de sus pocos tripulantes. Fueron muchos los que lamentaron la triste suerte corrida por el navegante. El párroco de la iglesia, tuvo elogiosos conceptos hacia el difunto y también los compungidos feligreses, que lo recordaron por su rectitud.



Diez años después, se supo que en Tortosa vivía una bella joven con sus hijos y con su afortunado marido que, por extraña coincidencia, se llamaba Luciano Montillo.

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