viernes, 14 de octubre de 2011

Un inmigrante noruego- José Narosky




Hace más de medio siglo, y en un apartado barrio del Gran Buenos Aires, una humilde bazar ostentaba en su frente un cartel con un sugestivo nombre: Ingrid.

El negocio era de reducidas dimensiones y su dueño, un hombre de exquisita sensibilidad, alto, rubio, de ojos claros y límpida mirada. Su nombre: Jurgen.

Hacer el bien era para él una necesidad vital.

Hace muchos años, a raíz de las inundaciones que azotaron su zona, Jugen permaneció cuarenta y ocho noches sin dormir, colaborando voluntariamente con las autoridades encargadas del salvamento.

Repetía a cada paso este aforismo de Almafuerte: “¡Ánimo!¡Quién no espera vencer ya está vencido!”.

Jurgen sabía que brindarse a manos llenas era quedarse con las manos vacías. Pero con el corazón lleno.

Su zona, por ser relativamente alta, no había sufrido perjuicios. Las circunstancias hicieron que su decisión, en un momento dado, le permitirse salvar la vida de un niño de tres años.

Este héroe anónimo había nacido en Bergen, en la lejana Noruega. Sus primeros años transcurrieron plácidos y serenos. Lo atrajo desde niño el violín, y a los catorce años su primer recital, a los diecisiete debutó en Oslo con la Sinfónica de Noruega. Todo su mundo era la música.

A los veintidós años, una bonita muchacha rubia, violinista también, de nombre Ingrid, hizo vibrar su corazón. Corría el año 1937. Se casaron al año siguiente y se instalaron en una aldea noruega de escasos ccien habitantes, Pescadores en su mayoría.

Tiempo después, dos muñequitas rubias, gemelas completaron su dicha. Las llamó Hop e Ilse, que en noruego significan, Esperanza e ilusión.

Mientras tanto, Europa se ensombrecía ante la amenaza de la guerra. En el pequeño país nórdico los noticiarios reemplazaban la música de Grieg. Ya no se hablaba de Ibsen, el gran poeta y dramaturgo noruego ni siquiera de la pesca. Los únicos temas eran el temor y el peligro.

Jurgen fue movilizado. Y partió hacia el frente cantando.

Son muchos los que cantan cuando van a la guerra, pero ninguno lo hace cuando regresa. Y Jugen regresó, después de haber estado en un campo de concentración como prisionero, con un dejo de melancolía en la mirada.

Cinco años había durado el cautiverio. En prisión su mayor tristeza y preocupación derivaba de no recibir ninguna noticia de su Ingrid ni de sus hijitas.

Terminada la contienda fue puesto en libertad. Prestamente regresó a Noruega y corrió a su su pequeña aldea, a su granja. No encontró una casa en pie, ni nadie que pudiese darle un informe. Sin embargo ,su corazón le decía que su mujer y sus hijas estaban con vida. Recorrió todo el país. Nada. Alguien le refirió que un número de compatriotas habían emigrado a Sudamérica. La sola posibilidad de hallar a sus seres queridos lo impulsó a emprender el viaje.

Comenzaba el año 1946. Tenía entonces treinta y dos años, aunque aparentaba muchos más.

Sus mellicitas cumplirían por esa época ocho años; ¡hacía seis que no las veía! ¿Serían suaves y dulces como la madre o fuertes como él ¿Amarían la música? ¿Y su querida esposa? La recordaba con sus hermosos cabellos rubios flotando al viento y agitando su pañuelo cuando él tuvo que partir para la guerra.

Jurgen recorrió Brasil, luego Uruguay, y por fin llego a la Argentina. Se dirigió a la embajada de su país. Encontraba siempre la misma respuesta negativa. Pero no desfallecía.

Realizó en Buenos Aires distintas clases de tareas. Finalmente abrió ese pequeño bazar al que aludimos al comienzo.

Y pasaron quince años más.

Estaba conceptuado entre sus vecinos como un templo de corrección y honestidad.

Con su accionar parecía decir: “El honor es como la nieve: una vez perdida su blancura ya no puede recobrarse. En cambio, el dinero es como el agua salada; cuanto más se bebe, más sed produce”.

Su mayor ilusión era poder volver a Noruega. Su corazón albergaba siempre la esperanza de reencontrarse con sus seres queridos. Algo le decía que estaban con vida.

Sus hijas tendrían ahora veintitrés años. ¿Se habrían casado? ¿Tendrían hijos? ¡Y su Ingrid? ¿Pensaría en Jurgen? ¿Dónde estaría ella?

Quizás a través de la distancia ella festejaría espiritualmente junto a él esa noche precisamente sus bodas de plata ¡Veinticinco años de casados! ¡Y estaban tan separados!

Su herida, aparentemente cerrada, seguía sangrando. Porque esos recuerdos viejos la traían con total intensidad dolores nuevos.

Pasaron pocos meses más y una mañana, que a Jurgen le pareció más hermosa que nunca, una carta llegó a sus manos. Venía de Suecia. Creyó reconocer la letra. Temía abrirla. Por fin se decidió. Con manos temblorosas rasgó el sobre. Sí ¡era de Ingrid! Había además una foto de su esposa junto a dos hermosas y espigadas muchachas rubias.

Tres meses después, un día de abril de 1961, un hombre alto, con sus cabellos ya totalmente blancos pese a sus cuarenta y siete años llega al aeropuerto internacional de Ezeiza. Es Jurgen. Se dispone a esperar la llegada de un avión. Se siente inmensamente feliz.

Cuando el pájaro de acero aterriza suavemente y se abre la portezuela, no puede creer lo que ven sus ojos. Sí, está su familia: su esposa, sus hijas, su vida toda.

Y este hombre sencillo-y sencillo no es simpleza-, este modesto inmigrante noruego que había demostrado que puede vivirse sin presente, pero no sin futuro, trae a nuestra mente el aforismo con el que encabezamos esta historia:

“Respirar no es vivir”



De “Sembremos”

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