viernes, 8 de noviembre de 2013

HÉCTOR SERRANO- TANTE LISA



La tante Lisa miró a través de la ventana de la cocina y vio las sierras.
Todas de distintos colores. No muy lejos el río, transparente, dejaba ver las piedras de su
lecho, pulidas y limpias.
En una de las hornallas de la cocina, en una cacerola se hacía un dulce de frambuesa. La
tante revolvió con una cuchara de madera y apagó el fuego.
Miró la cocina, espaciosa y recordó cuando vino con sus padres desde Austria. El viaje había
sido largo, pero a ella con sus diez años le pareció maravilloso. Del puerto a las sierras. Su
padre venía contratado como administrador de una enorme estancia.
Tante creció rodeada de pequeños animales que cuidaba y amaestraba. Nutrias, gacelas, cabras.
Los pájaros comían en sus manos.
Creció. Si, creció. A los veinte años era una hermosa muchacha rubia con dos trenzas enmoñadas.
Aunque la guerra no había terminado ella era feliz.
Eran amigos de sus vecinos, familias también austríacas o alemanas. La guerra parecía lejana,
pero estaba cerca. Una mañana llegaron a las sierras refugiados del acorazado Graf Spee. El
vencido en aguas del Río de la Plata. Eran marineros jóvenes, rubios y aunque estaban perdiendo
la guerra eran alegres.
Los enviaba el gobierno internándolos en las provincias. Los marineros, aunque añoraban su
patria comenzaron una nueva vida.
En la cocina la tante mira una vieja foto ya amarilla por el tiempo. Ella con sus trenzas y su Hans.
Se casaron y llegaron a ser felices, pero por poco tiempo. Argentina declara la guerra a Alemania
y los refugiados pasan a ser prisioneros de guerra. Los marineros del Graf Spee fueron expulsados.
Hans prometió volver.
Pasaron muchos años. Ya tante Lisa no tenía sus trenzas con moños. Era solo un trenza enrodetada
en la nuca.
Pero él no volvió. Ella nunca se enteró que su amado Hans había muerto tras un ataque al
vapor que lo llevaba.
Atacaron ese barco que los repatriaba. No hubo sobrevivientes.
Las aguas del Atlántico enmudecieron sus nombres
La tante tapa la cacerola con el dulce y vuelve a la ventana. El río limpio, los pequeños animales,
los árboles frutales, todo está igual.
Mira el camino que desaparece entre las sierras, esperando. Espera al marinero joven, rubio y
alegre con quien se había casado y por su cansado rostro cae de sus ojos alguna lágrima
olvidada.

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