viernes, 1 de noviembre de 2013

UNAS CARTAS--ARISTÓBULO ECHEGARAY

El señor XQ murió un atardecer otoñal en la rebotica de su farmacia. Se colocaba en ese pre­ciso momento los anteojos de oro para releer cierta correspondencia. Los médicos atribuyeron su muerte a causa cardíaca, del todo natural en quien padecía suficientes malestares como para que cualquiera de ellos lo llevara, de buenas a primeras y sin mayores trastornos, a presencia de Carón te. Pero el caso es otro: un cuñado del señor XQ acaba de presentarse a la justicia acu­sando de presunto asesino al señor Américo P., autor precisamente de la correspondencia que su pariente político se disponía a leer —por ené­sima vez— en el instante del óbito. Fui consul­tado por el acusador antes del paso gravísimo: deseaba mi parecer de hombre dado a las letras, la psicología, los negocios, los viajes, el amor, los sueños, los proyectos audaces y dueño ade­más de una fe personal rotunda. Me dejó copia de las cartas sospechadas como arma fatal y lue­go de asegurar que mi consejo decidiría su ac­titud, fue directamente a enzarzarse con abo­gados, jueces, fiscales, y el señor Américo P.
en una acción de la cual opino, o de la cual no quiero opinar.
Las epístolas dicen in extenso:
I
Mi antiguo amigo:
Esta carta es una despedida. No quise escribir rompimiento porque la ruptura se produjo antes. Primero fue una fisura, luego creció, se agran­dó. En fin, usted leyó El búcaro roto, de Prud- homme; como en el poema famoso, lo sobre­viviente de nuestra amistad era lo exterior, la flor había muerto y el agua se había ido, aun­que no imperceptiblemente para mí. En el caso de la amistad, el agua se llama estimación. Ade­más nosotros nos conocimos cuando usted aún escribía versos: yo todavía escribo versos. Us­ted camina temeroso de pisar una baldosa flo­ja, a mí me importa cuatro farmacias meterme en un charco; pero ¡qué hermosas las caderas cimbreantes de esa criatura que avanza lucien­do unos tobillos maravillosamente finos sobre unos tacones increíblemente altos! Usted hace del dinero un norte. Yo estoy de regreso de ese norte, mi pobre señor.
Le escribo estas líneas para que no me sa­lude cuando alguna vez nos crucemos por la calle.
AMÉRICO P.
Anciano señor:
Leí su respuesta, ¡qué vieja es su prosa! Su es­tilo huele a cadaverina. Con seguridad sus esca­sas lecturas actuales son relecturas de viejas ad­miraciones del colegio secundario. No conoce a los aparecidos en el mundo de la cultura des­pués de 1910. Pero, ¡perdón!, esto es literatura y usted dice que está con los dos pies sobre la vida... ¡Con las cuatro extremidades! y ése es el peligro. Cuando uno está con los dos pies sobre la vida tiene los ojos a la altura de la cabeza y puede mirar hacia adelante y lejos. Usted tiene los ojos a la altura del vientre; sí, necesariamen­te ha aterrizado también con las extremidades superiores. Y crea que me lo explico. Es difí­cil salvarse luego de veinte años de mostrador, de sisa, de regateos, de empaquetar sal inglesa y cerrar sellos de quinina, y difícil tener vida cuando se ha matado la propia vida y aun la de la familia. ¡Diablos! Por su vida no doy yo tres centavos. Trabaja desde la mañana hasta avanzada la noche, apenas se da tiempo para comer y dormir; algunos sábados y domingos sale de su casa disparado como perro al cual libran del dogal. Sus ojos hablan de anemia... Mi querido señor, no puedo concebir que usted sea un ser vivo; usted ha muerto, ha muerto den­tro de usted hace un montón de años. Es de su cadáver, del cadáver de mi viejo amigo, de quien he recibido carta. No continúo: no puedo contestar a un cadáver.
Respetuosamente,
AMÉRICO P.
Distinguido señor:
Escribe usted con una tónica que sería con­movedora sí no fuera lamentable. De lo trágico a lo grotesco hay el paso de un microbio. Su posición ante la vida es grotescamente trágica. Teme a la vida, y a la vida sólo debe amársela. Es como una mujer soberbia: no la conquista quien la teme sino quien la toma. ¡Qué va a tomar usted! Para ello su rumbo tendría que derivar 180 grados. Pero si los derivara halla­ría que gastó en ello toda la presión de sus cal­deras. Veo su drama: empezó a trabajar en su mocedad para formarse un provenir — ¡qué ino­cencia eso de formarse un porvenir!— y está todavía, al filo de los cincuenta años, trabajando en ese porvenir al que agregó ahora el porvenir de sus hijos, pues de lo contrario se iba de ca­beza al vacío. Ya no tiene porvenir, tiene sólo pasado. Todo lo perdido atrás, y adelante un magnífico panorama de larvas y esqueleto. Es lo de siempre, los que como usted trabajan to­da la vida para labrarse un porvenir, cuando lo labraron, ¡Dios mío!, ¡han trabajado toda la vida! No existe otro porvenir: sólo el de la ho­ra en que estamos. Debemos vivirla como si nun­ca fuéramos a morir y como si fuéramos a mo­rir en seguida. Haga usted un alto y mire hacia el camino hecho. ¡Qué vacío! ¡Qué miserable existencia la suya y la de su mujer! ¡Y qué por­venir chato y estúpido el de su hijo ya hombre! Da lástima ver su hogar; esa mujer atada a la fajina del mostrador y la rebotica; esos hijos maldiciendo el mostrador y la rebotica, y todos bajo su férula de energúmeno siempre ceñido a la registradora, al centavo, a la sisa, al rega­teo, a lo mísero y a lo inconducente.
¡Eso es vivir con los pies en la tierra! Per­dóneme: usted no está con los cuatro pies, es­tá con el vientre en la tierra y quiere, sin des­pegarlo, alzar la cabeza, alzar desesperadamente la cabeza.
Reciba mi profunda conmiseración.
AMÉRICO P.


IV

Muy señor mío:
¿Quién soy yo para hablarle como lo hago?
Soy un hombre que vive, marcha, arries­ga, goza, sufre, ama, desprecia, admira, y cuya alma está siempre alta sobre sí misma como una bandera tremolando en el asta. Imagine su es­pectáculo frente a mi espectáculo. Usted es un ser que vive contando las monedas ganadas hoy en un tremendo temor de si le alcanzarán para vivir mañana.
¿Es necesaria otra respuesta?
AMÉRICO P.

v

Mi ex amigo:
Ya arrojada al buzón la anterior, recuerdo una actitud nuestra que nos retrata desde un perfil, pero documental, y responde a su pregunta. Un día debí volar a Chile. Lo invité. Se negó a viajar por aire, temía a la muerte. Y tampoco a ella debemos temerla: debemos recordarla continuamente y tener el alma lista para su beso ineludible. Yo quiero morir violentamente. Tal vez un día me pondrán de espalda a un muro, ocaeré en medio de la calle. Créame: sabré por qué y cómo. ¡Qué sonrisa de fe será mi último gesto! Usté prefiere morir en la cama. Su ya labrado porvenir le asegurará una poderosa guardia de médicos y colegas capaces de prolongar infinita e inútilmente la agonía de su apéndice perforado, de sus intestinos cancerosos o de su corazón estallante. Quedará con los ojos abiertos y la boca desquijarada en un vano afán de salvar otro hálito todavía.
Nada más.
AMÉRICO P.
N.B.: No arguya que también me podrían pescar los médicos y lacerias señalados: mi coche a ciento cincuenta kilómetros por hora toman­do mal una curva de El Cuadrado, en Córdoba, por ejemplo, les cortaría el hilo del mejor anzue­lo. ¡Y vaya si se los cortaría! Vale.
VI
Lamentable señor:
Acabo de leer la primera verdad escrita por usted:           Quiero  fervorosamente que la muerte
me lleve. Pero con eso no levanta mi acusación de que teme a la muerte. Su drama es el doble temor: teme a la vida y desearía morir; y no muere, no se mata, por un horroroso terror a la muerte. Cierto, desearía morir. ¡Cómo no lo va a desear! Usted se ve como lo veo: pobre ser llevado a la deriva por intereses materiales, por afanes míseros, sin ideales y sin porvenir. ¡Qué liberación sería la muerte para usted! Pe­ro para matarse también debe existir en el hom­bre un resto de hombre. Cuando llegó a lo que usted, ya descendió más abajo de lo decoroso. Para ser hombre es necesario poseer algún ideal, algún sueño, alguna elevada intención. No pue­de ser el cerdoso horizonte del pan y el techo se­guros. Se vive y se muere dichosamente cuando algo superior a nuestras tripas nos impulsa. No se quiere que la muerte nos lleve cuando se sien­te en los entresijos del alma que una más alta misión nos mueve entre los hombres. Cuando deseamos sernos y ser útiles, cuando para nues­tros hijos tampoco anhelamos únicamente el cerdoso horizonte, y permanecemos en la tie­rra no sólo para mantenerlos, sino —y mucho más— para prepararlos a que nos superen y sean un impulso en el impulso humano... Usted lucha con su hijo para hundirlo en su profesión y en­dosarle. su mostrador, su rebotica, su sótano, su registradora; para que dentro de veinte años sea lo que usted: un ser anémico que se duer­me en el teatro, en el cine, en medio de las me­jores conversaciones y sólo está despierto al so­nido de las monedas con las cuales construye eso a lo cual llama su porvenir. ¡Lamentable señor! ¡Y para que alienten seres como usted se sacrificó hace dos mil años el hijo de José el Carpintero! Necesario es repetirle lo ya dicho: quiere que la muerte lo lleve y está muerto. Ha­ce tiempo ha muerto. Si lo enterraran ya mis­mo, significaría una liberación para los suyos. No habría un solo ser humano capaz de llorar­lo con profundo sentimiento de amor. Ni capaz de recordarlo más allá de treinta y seis horas.

Doy fe.

No hay comentarios: