El señor XQ
murió un atardecer otoñal en la rebotica de su farmacia. Se colocaba en ese preciso
momento los anteojos de oro para releer cierta correspondencia. Los médicos
atribuyeron su muerte a causa cardíaca, del todo natural en quien padecía
suficientes malestares como para que cualquiera de ellos lo llevara, de buenas
a primeras y sin mayores trastornos, a presencia de Carón te. Pero el caso es
otro: un cuñado del señor XQ acaba de presentarse a la justicia acusando de
presunto asesino al señor Américo P., autor precisamente de la correspondencia
que su pariente político se disponía a leer —por enésima vez— en el instante
del óbito. Fui consultado por el acusador antes del paso gravísimo: deseaba mi
parecer de hombre dado a las letras, la psicología, los negocios, los viajes,
el amor, los sueños, los proyectos audaces y dueño además de una fe personal
rotunda. Me dejó copia de las cartas sospechadas como arma fatal y luego de
asegurar que mi consejo decidiría su actitud, fue directamente a enzarzarse
con abogados, jueces, fiscales, y el señor Américo P.
en una acción de la cual opino, o
de la cual no quiero opinar.
Las epístolas dicen in extenso:
Mi antiguo amigo:
Esta carta
es una despedida. No quise escribir rompimiento porque la ruptura se produjo
antes. Primero fue una fisura, luego creció, se agrandó. En fin, usted leyó El búcaro roto, de Prud- homme;
como en el poema famoso, lo sobreviviente de nuestra amistad era lo exterior,
la flor había muerto y el agua se había ido, aunque no imperceptiblemente para
mí. En el caso de la amistad, el agua se llama estimación. Además nosotros nos
conocimos cuando usted aún escribía versos: yo todavía escribo versos. Usted
camina temeroso de pisar una baldosa floja, a mí me importa cuatro farmacias
meterme en un charco; pero ¡qué hermosas las caderas cimbreantes de esa
criatura que avanza luciendo unos tobillos maravillosamente finos sobre unos
tacones increíblemente altos! Usted hace del dinero un norte. Yo estoy de
regreso de ese norte, mi pobre señor.
Le escribo estas líneas para que no me salude cuando alguna vez
nos crucemos por la calle.
AMÉRICO P.
Anciano señor:
Leí su respuesta,
¡qué vieja es su prosa! Su estilo huele a cadaverina. Con seguridad sus escasas
lecturas actuales son relecturas de viejas admiraciones del colegio
secundario. No conoce a los aparecidos en el mundo de la cultura después de
1910. Pero, ¡perdón!, esto es literatura y
usted dice que está con los dos pies sobre la vida... ¡Con las cuatro
extremidades! y ése es el peligro. Cuando uno está con los dos pies sobre la
vida tiene los ojos a la altura de la cabeza y puede mirar hacia adelante y
lejos. Usted tiene los ojos a la altura del vientre; sí, necesariamente ha
aterrizado también con las extremidades superiores. Y crea que me lo explico.
Es difícil salvarse luego de veinte años de mostrador, de sisa, de regateos,
de empaquetar sal inglesa y cerrar sellos de quinina, y difícil tener vida
cuando se ha matado la propia vida y aun la de la familia. ¡Diablos! Por su
vida no doy yo tres centavos. Trabaja desde la mañana hasta avanzada la noche,
apenas se da tiempo para comer y dormir; algunos sábados y domingos sale de su
casa disparado como perro al cual libran del dogal. Sus ojos hablan de
anemia... Mi querido señor, no puedo concebir que usted sea un ser vivo; usted
ha muerto, ha muerto dentro de usted hace un montón de años. Es de su cadáver,
del cadáver de mi viejo amigo, de quien he recibido carta. No continúo: no
puedo contestar a un cadáver.
Respetuosamente,
AMÉRICO P.
Distinguido señor:
Escribe
usted con una tónica que sería conmovedora sí no fuera lamentable. De lo
trágico a lo grotesco hay el paso de un microbio. Su posición ante la vida es
grotescamente trágica. Teme a la vida, y a la vida sólo debe amársela. Es como
una mujer soberbia: no la conquista quien la teme sino quien la toma. ¡Qué va a
tomar usted! Para ello su rumbo tendría que derivar 180 grados. Pero si los
derivara hallaría que gastó en ello toda la presión de sus calderas. Veo su
drama: empezó a trabajar en su mocedad para formarse un
provenir — ¡qué inocencia eso de formarse un porvenir!— y está
todavía, al filo de los cincuenta años, trabajando en ese porvenir al que agregó ahora el porvenir de sus hijos, pues
de lo contrario se iba de cabeza al vacío. Ya no tiene porvenir, tiene sólo
pasado. Todo lo perdido atrás, y adelante un magnífico panorama de larvas y
esqueleto. Es lo de siempre, los que como usted trabajan toda la vida para
labrarse un porvenir, cuando lo labraron, ¡Dios mío!, ¡han trabajado toda la vida! No existe otro
porvenir: sólo el de la hora en que estamos. Debemos vivirla como si nunca
fuéramos a morir y como si fuéramos a morir en seguida. Haga usted un alto y
mire hacia el camino hecho. ¡Qué vacío! ¡Qué miserable existencia la suya y la
de su mujer! ¡Y qué porvenir chato y
estúpido el de su hijo ya hombre! Da lástima ver su hogar; esa mujer atada a la
fajina del mostrador y la rebotica; esos hijos maldiciendo el mostrador y la
rebotica, y todos bajo su férula de energúmeno siempre ceñido a la
registradora, al centavo, a la sisa, al regateo, a lo mísero y a lo
inconducente.
¡Eso es
vivir con los pies en la tierra!
Perdóneme: usted no está con los cuatro pies, está con el vientre en la
tierra y quiere, sin despegarlo, alzar la cabeza, alzar desesperadamente la
cabeza.
Reciba mi profunda conmiseración.
AMÉRICO P.
IV
Muy señor
mío:
¿Quién soy yo
para hablarle como lo hago?
Soy un
hombre que vive, marcha, arriesga, goza, sufre, ama, desprecia, admira, y cuya
alma está siempre alta sobre sí misma como una bandera tremolando en el asta.
Imagine su espectáculo frente a mi espectáculo. Usted es un ser que vive
contando las monedas ganadas hoy en un tremendo temor de si le alcanzarán para
vivir mañana.
¿Es
necesaria otra respuesta?
AMÉRICO P.
v
Mi ex amigo:
Ya arrojada
al buzón la anterior, recuerdo una actitud nuestra que nos retrata desde un
perfil, pero documental, y responde a su pregunta. Un día debí volar a Chile.
Lo invité. Se negó a viajar por aire, temía a la muerte. Y tampoco a ella
debemos temerla: debemos recordarla continuamente y tener el alma lista para su
beso ineludible. Yo quiero morir violentamente. Tal vez un día me pondrán de
espalda a un muro, ocaeré en medio de la calle. Créame: sabré por qué y cómo.
¡Qué sonrisa de fe será mi último gesto! Usté prefiere morir en la cama. Su ya
labrado porvenir le asegurará una poderosa guardia de médicos y colegas capaces
de prolongar infinita e inútilmente la agonía de su apéndice perforado, de sus
intestinos cancerosos o de su corazón estallante. Quedará con los ojos abiertos
y la boca desquijarada en un vano afán de salvar otro hálito todavía.
Nada más.
AMÉRICO P.
N.B.: No arguya que también me podrían pescar los médicos y
lacerias señalados: mi coche a ciento cincuenta kilómetros por hora tomando
mal una curva de El Cuadrado, en Córdoba, por ejemplo, les cortaría el hilo del
mejor anzuelo. ¡Y vaya si se los cortaría! Vale.
VI
Lamentable señor:
Acabo de leer la primera verdad
escrita por usted: Quiero fervorosamente
que la muerte
me
lleve. Pero con
eso no levanta mi acusación de que teme a la muerte. Su drama es el doble
temor: teme a la vida y
desearía morir; y no muere, no se mata, por un horroroso terror a la muerte.
Cierto, desearía morir. ¡Cómo no lo va a desear! Usted se ve como lo veo: pobre
ser llevado a la deriva por intereses materiales, por afanes míseros, sin
ideales y sin porvenir. ¡Qué liberación sería la muerte para usted! Pero para
matarse también debe existir en el hombre un resto de hombre. Cuando llegó a
lo que usted, ya descendió más abajo de lo decoroso. Para ser hombre es
necesario poseer algún ideal, algún sueño, alguna elevada intención. No puede
ser el cerdoso horizonte del pan y el techo seguros. Se vive y se muere
dichosamente cuando algo superior a nuestras tripas nos impulsa. No se quiere
que la muerte nos lleve cuando se siente en los entresijos del alma que una
más alta misión nos mueve entre los hombres. Cuando deseamos sernos y ser
útiles, cuando para nuestros hijos tampoco anhelamos únicamente el cerdoso
horizonte, y permanecemos en la tierra no sólo para mantenerlos, sino —y mucho
más— para prepararlos a que nos superen y sean un impulso en el impulso
humano... Usted lucha con su hijo para hundirlo en su profesión y endosarle.
su mostrador, su rebotica, su sótano, su registradora; para que dentro de
veinte años sea lo que usted: un ser anémico que se duerme en el teatro, en el
cine, en medio de las mejores conversaciones y sólo está despierto al sonido
de las monedas con las cuales construye eso a lo cual llama su porvenir.
¡Lamentable señor! ¡Y para que alienten seres como usted se sacrificó hace dos
mil años el hijo de José el Carpintero! Necesario es repetirle lo ya dicho:
quiere que la muerte lo lleve y está muerto. Hace tiempo ha muerto. Si lo
enterraran ya mismo, significaría una liberación para los suyos. No habría un
solo ser humano capaz de llorarlo con profundo sentimiento de amor. Ni capaz
de recordarlo más allá de treinta y seis horas.
Doy fe.
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