viernes, 15 de noviembre de 2013

POR EL OJO DE LA CERRADURA-PABLO POST


En la tersa atmósfera nocturna el disparo y el doble grito( agudo y hueco , respectivamente) resultan – desde
cualquier punto de vista- inadmisibles. El señor… y la señora, los dueños( los imagino en Roma) dejaron el volante del hotel bajo mi absoluta conducción. Porque todo se hizo atropelladamente, a mi gusto y conveniencia, que amén de suplencia temporaria, parecía regalo a los empujones, tan luego a mí, un artista, que apenas sumo meses en la administración del hotel. Carta blanca o rosada en absoluto, además de una morrocotuda cuenta bancaria a mi nombre.
Me levanto de la cama como impelido por un ejército de pulgas (son las cuatro de la madrugada) y bajo a recepción. El sereno, tan despavorido, el moscón muerto no puede indicarme de dónde han penetrado los gritos y el disparo. Varias puertas de la planta baja se abren cautamente: asoman caras dignas de residir ene el más internado de los museos de cera y yeso. El largo corredor de puebla de hormigones y babosas en trajes de dormir. Interrogan y aconsejan al unísono, semejantes a los miembros de una enmarañada colonia zoológica. Alguien aventura la hipótesis: “Para mí…en el sótano”.
Mi única obligación- llamémosla así- consiste en remitirles (donde los patrones me indicarían) un resumen de los ingresos y de los egresos del hotel, más un resumen del comportamiento del personal. Casona del centenario. Dos plantas, treinta y tantas habitaciones. De granito el frente. La puerta de entrada de noble urundel. Motivos zoológicos, artesonados, entrepaños, mármoles, anfíboles, maderaje, alfombras, herrería, todo sólido, repitiendo esos mures retorcidos, repitiendo, todo muy sólido, como endurecido para durara mil años. El hotel goza de disciplinado silencio, tranquilidad que se antoja arcaica. Nada de luces intensas, ruidos imprevistos, ni agitación desmedida, ni voces de entrecasa.
No había tenido tiempo de revistar debidamente el sótano. Abro la puerta de acceso sin dilaciones. Una escalera de viraró, que imita el costillar de un lagarto, me descubre el sótano. Ámbito de casi igual superficie a la de la planta baja, aunque sin habitaciones, lo asocio con amplios recintos donde en otros tiempos se reunían masones o espiritistas. No diría tétrico, pero sí de una atmósfera quieta, sofocante, hierática. No sabría decir porque parece tan respetuoso; en parte, tal vez, por los motivos zoológicos y arquitectónicos que también en el sótano se repetían incisivamente en las paredes. Había además ropa de cama en cajones, calderas, máquinas de bombeo, alimentos envasados, herramientas…
El sereno, a quien apodo Morsa (merecida exaltación a sus largos colmillos) algo más sereno, insiste en señalarme la puerta empotrada en una de las paredes. ¡Quién hubiera sospechado habitaciones secretas en el sótano! Puerta estrecha, mimetizada, negra, no diría que alta, pero que sospecho dotada d enorme resistencia. Palpo un par de veces: la superficie es resbaladiza como si fuera parte del vientre mojado de un caballo de Troya alquitranoso. ¿Qué se puede encerrar allí que no sea algo imperdonable? Morsa jura y perjura no saber para qué usaban “los señores” esa suerte de sarcófago impenetrable. Un magnetismo me atrae: Observo por el ojo de la cerradura dorada. La visión es brillante, nítida: La cama ofrenda la mujer que tiene un río de sangre alrededor del cuello: La sangre brota en cascada hasta el piso.
El hombre, apenas manteniéndose en pie, sostiene un cuchillo hojudo tinto de babosidad. Tambaleante, también él tiene
una herida en el pecho, especie de hoyo chamuscado; coronándole los zapatos se ha formado una lagunita carmín; dentro de la lagunita- en el centro- anclada rata oscura, el revólver. Aunque no puedo asegurarlo, aquellos personajes de carne o de celulosa se parecen capciosamente a los dueños del hotel. Morsa suplica que lo deje observar por el ojo de la cerradura, y como es un rumiante vomita consonantes y voocaalees.
No tengo llaves para abrir esa puerta que – insisto- en absoluto me ha sido mencionada. La única manera de indagar el presunto asesinato (al parecer recíproco) fuera echar la puerta abajo, o procurar que el hombre del otro lado, aunque malherido, accediera abrirla.
Primera providencia: debo librarme de la congestión de curiosos que han llegado al sótano con la única consigna de brujulear la desgracia. Los saco a los empujones; admito, no obstante, que dos o tres discretos me ayuden. Morsa, desconsolado, por lo que ya daba segura muerte de “mis patrones”, es el que menos se resiste a subir. ¡Valiente ayudante!
¿Cómo nos introduciríamos en aquella caja china? El cuadro, en lo fundamental, no ha variado. La mujer abierta en canal, muerta; la sangre, cayendo; el hombre, cráter en el pecho, cuchillo en mano, a punto de caerse; la rata en el charco de sangre, pensativa. El cuadro en lo fundamental- reitero – no ha variado; pero empieza a cubrirse de niebla. Aunque fuera contradictorio, ahora, no antes, puedo estar seguro de que las figuras son los dueños del hotel.
Analizaba este avatar cuando llega la policía. La policía… que viniera la policía debió haber sido quizá mi primera decisión; pero la sorpresiva imagen, el prestigio del hotel, el revuelo y un oculto descreimiento acerca de la veracidad del doble asesinato, me condujeron a retardar el pedido de auxilia a la autoridad. Sin duda, alguien ha salvado la omisión.
Morsa los guía. El oficial- después de un vistazo a través del ojo de la cerradura- pregunta y repregunta y se avinagra por la ausencia de las llaves del tozudo obstáculo.
-Hay que voltear la puerta, antes que el asesino escape…
Aventuro una pregunta:
-¿Por dónde va a escapar, oficial?
-¿No ve que hay una ventana en la pared de enfrente?
-¿Ventana?...Para mí ese hombre está casi espichado.
-Apenas un rasguño en el pecho, ¿no ve? ¡Atrás!-gritó-, y con el revólver en la mano intentó violentar la
cerradura.
Inútilmente: las balas rebotaron. Entonces pidió, rabioso, hacha y hombres.
Morsa trae el hacha que usamos en la cocina para la leña, y se ofreció, el primogénito, para la tarea demoledora.
Aunque Morsa es una arpillera llena de grasa, durante quince intenta vanamente destrozar la puerta que ofrece porfiado escudo. Mugriento, empurpurado, resoplando por cuantas aberturas tiene, los colmillos baboseantes, Morsa deja caer el hacha.
Se encoleriza el oficial:
-¡Ese hombre- señala la puerta- terminará por escapárseme, si ya no lo hizo!
Nueva observación a través del agujero de la cerradura:
-¿No lo digo yo?..., está forzando la ventana. A ver, usted- llama uno de sus hombres, el más corpulento.
También yo me las ingenio para atisbar; El hombre-quebrado en dos- sobre el respaldar de la cama, parece que finó. La cabeza de la mujer y el cuchillo se ha agrupado dentro del charco de sangre; sobrio, en la cama, el tronco sin cabeza de la patrona.
-Oficial: el señor…está muerto; la cabeza de la patrona nadando en la lagunita.
-¡Cállese, no diga pavadas!
En una hora de duros hachazos solo fragmentos habían sido arrancados de la puerta.
Dos…cuatro hombres se han turnado en la tarea. El oficial, furioso, pide para sí el hacha. “No saben golpear; aquí hay que darle: sobre la cerradura.
Amanece. El oficial ha sido reemplazado por otros hombres. Caprichosamente, la puerta va dando signos de
querer desmoronarse. En un respiro, antes que ceda del todo se nos ocurre relojear por lo que queda del ojo de la cerradura. La visión ha desaparecido. Obscuridad total. La conclusión del oficial es estúpida por lo razonable.
-¡El asesino apagó la luz! ¡Hay que rodear el hotel! Terminen con eso…abajo esa puerta de…
Al pie de la puerta faenada veo, mimetizado entre los astillones, diría aún palpitante, descubro un manchón, lodo
sanguinolento. Acude a mí, me chumba, una hipótesis que no tiene reparos en cacarear:
-¡Oficial!, aquí tengo la clave del misterio: observábamos las visiones, quizá secuencias interiores y sonoras de un ojo. Ese ojo, el ojo de la cerradura- literalmente- es el ojo de los cambiantes cuadros. Por eso nuestros desacuerdos.
Observábamos algo que ya pasó o que está a punto de ocurrir. Memoria o imaginación o conciencia que fluía de un ojo, especie de cerebro al fin. Aquí, aquí está la prueba: éste, este manchón y estas hebras de sangre todavía frescas en la madera. Este es el ojo destrozado de la cerradura el ojo que gritó y todo lo demás. ¿Entiende?
-¿El ojo de la cerradura que gritó o el ojo que gritó de la cerradura?... ¿Y usted qué pretende, que yo admita sus  versos? Esa sangre es de algunos de mis hombres que se han lastimado de tanto golpear. Cuando se hagan los análisis pertinentes verá que tengo razón. ¿Entiende?
El desprecio se le pinta en la cara; pero no puede evadirse de mirar aunque sea de sesgo aquel coágulo. Admite sentirse mareado; sube a la planta baja a dirigir las operaciones de captura.
-¡Háganla polvo, puerca puerta!
Ha sido una pena que no presenciara el desenlace. La puerta cae. Ninguno puede dar ni medio paso más. No hay cuarto empotrado, ni ventana, ni asesinados, ni sangre, ni revólver, ni cuchillo, ni nada. Se recorta el vacío: un recuadro de cielo tembloroso apenas amanecido.

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