viernes, 9 de agosto de 2013

IRIDIAGNOSIS- PABLO POST

                                                                                            A la memoria de Aristóbulo Echegaray
Mi  amigo A. andaba en cierto asunto no estrictamente profano del que nunca llegué a enterarme por completo. Como me consideraba cientificista resolvió consultarme al respecto. Unas líneas suyas, palabras más palabras menos, decían esto: “Estimado C.: necesito una pulgarada (como diría algún antepasado galaico mío) de dos polvos que por mero contacto den rojo. ¿Posible? Un apretón de manos.”
Antes del mensaje habíamos conversado del cuento de Scalabrini Ortiz “Los polvos verdes”, en que un químico cura a una mujer por sugestión. ¿El remedio? Dos sustancias pulverizadas de amarilla y azul, respectivamente, deben mezclarse  en la oscuridad, en día y horas precisos. Sin duda, se obtiene polvo verde; pero la mujer, analfabeta y solitaria, cuando abre la cajita de los polvos queda estupefacta ante el cambio. El estímulo, que actúa benéficamente sobre su obsesión, provoca un efecto inesperado.
En el pedido de mi amigo, claro está, hay un obstáculo insalvable: el rojo –color primario- no pude obtenerse por mezcla de otros colores. Claramente A. participaba de la elemental conclusión que si vencíamos la imposibilidad, ésta obraría sobre el asunto de manera mágica, aunque yo no conociera el sujeto de la experiencia.
Empiezo por investigar acerca de los colores. Sabemos que la luz llamada blanca, la que nos ilumina, está formada por la mezcla de los siete colores del arco iris. Un objeto es rojo, por ejemplo, porque es la onda de luz coloreada de rojo que no absorbe; otro objeto es negro porque absorbe todas las ondas luminosas que componen la luz;  otro cuerpo es blanco porque no absorbe ninguna onda luminosa y la combinación de todas – como digo más arriba- da blanco. Sucintamente: cada objeto se viste del color que tiene porque son las ondas luminosas que no absorbe.  Esas ondas solitarias o bien combinadas determinan el color.
¿Y los colorantes? El colorante –maravilla del ingenio humano- es algo físico: concreto y extenso. Una precisa configuración espacial otorga propiedades  colorantes a las sustancias. El colorante – valga la tosca comparación- es una suerte de edificio cuyas dimensiones y posiciones deben armonizarse cuidadosamente. Por otra parte, nuestro órgano de la visión está dotado para captar sólo un corto segmento del vasto territorio  lumínico que es patrimonio del Sol. Que vemos apenas unas pocas parcelas lumínicas de las muchas existentes. Hay territorios (ondas) más allá del rojo y del violeta – los dos topes o extremos del espectro solar. El colorante, esa especie de edificio, tiene por objeto disfrazar la monotonía del gris, captar las distintas ondas coloreadas, fijarlas. Si me detengo en estos aspectos, algo áridos, de los colores y de los colorantes  es para que  se medite sobre la necesidad de una acción  revolucionaria, a fin de modificar nuestros conceptos tradicionales. Ya sea sobre los edificios moleculares, ya sea sobre los órganos de captación. Necesitaba volcarme al estudio sistemático de los colorantes y al análisis completo de los mecanismos del ojo.

Renuncio al ceniciento trabajo de analista asalariado para dedicarme todo el tiempo a la investigación. Compre una buena gama de colorantes en existencia. Improviso con dinero prestado un laboratorio en el departamento donde vivo. Vendo muebles, disputo con mi familia, me aíslo de los amigos. Me transformo en un novísimo doctor Griffit, el  hombre invisible de Wells.
Un objeto es rojo –reitero- porque es la onda coloreada que el objeto no absorbe. Este principio, al parecer inconmovible, constituía mi punto de partida. Explico: Si en un edificio se pudiera colocar el segundo piso en el décimo y hueco que resulta de tal quita comunicarlo con la planta baja; si los ascensores en lugar de bajar y subir se deslizaran laberínticamente; si en lugar de puertas hubiera algún oculto mecanismo que nos llevara hasta la puerta del subterráneo más próximo; si los departamentos fueran móviles y se pudiera meterlos uno  dentro del otro a manera de cajas mágicas; en fin, si todas las fantasías y desmesuras fueran posibles, las personas razonables no aceptarían vivir en semejantes engendros. Con los colorantes es posible el juego de las desmesuras. Es posible el agrandamiento y la reducción; agregarles oxígeno allí, o carbono y nitrógeno aquí, o bien volárselo; abrir huecos en la base o en la cabeza de la molécula, jugar a las construcciones con hexágonos o dodecaedros o ambos al mismo tiempo. En consonancia con tal libertad, practiqué infinidad de combinaciones y de mixturas dentro de herméticos balones transparentes y acodadas retortas. Uní, armé, destruí, recorté…pero no pude lograr ningún colorante que refleje azul y amarillo para obtener rojo. Siempre aparecía el tradicional verde. El rojo no aceptaba ser obtenido por mezcla alguna, seguía siendo color primario.        
Tras la infructuosa  primera etapa, me introduje resueltamente en la fisiología. Mi propósito era el siguiente: Ampliar lo más posible la captación del segmento  luminoso a través  del ojo. Quería que pudiéramos advertir más ondas luminosas, talvez colores ignorados. Que nuestra retina tuviera más capacidad combinatoria: que en lugar de siete colores u ocho conquistáramos todos los colores del espectro visible e invisible.  Destruiría de tal manera la férrea limitación  de los colores clasificados en primerias y secundarios y, por consiguiente al antiguo determinismo.
                Compré muchos gatos, perros y ratas de la India. Les estudié prolijamente la retina y, en general, el órgano de la visión. Secciono músculos y membranas; introduzco modificaciones dentro de los conductos y nervios; interrumpo  circuitos naturales e inauguro otras conexiones. El departamento laboratorio queda aatravesado de ladridos y mayidos.
Resulto amonestado por la administración por causa de dolor de las pobres bestias (aclaro que operaba con anestesia, pero los posoperatorios no podía controlarlos a voluntad) además, los pestilentes olores que escapaban de mi departamento habían soliviantado a los vecinos que me llamaban la “Bestia del 2º A”, o algo por el estilo. Los `pocos animalitos que conseguían huir de mi curiosidad científica –ciegos o tullidos- andaban perdidos por el edificio de tal manera metamorfoseados que metían miedo y angustia. Pero el rojo seguía invicto. El asunto, quizá, habría sido menos subjetivo si hubiera podido experimentar sobre seres racionales. En tal supuesto la descripción de lo vivido tendría inapreciable valor; pero, ¿dónde adquirir seres humanos capaces de sacrificarse por mi sed experimental, inducida por un amigo?

Frente a la montaña de colorantes y materiales de laboratorio; el departamento laboratorio colmado de ratas, perros y gatos (vivos, heridos, torturados y muertos) sin un solo peso,  débil, hambriento y deprimido, me desmayé. Dijeron que salía sangre por mis comisuras. Dejo que los detractores se apoderen de mí.
Me han llevado a cierta casa salud en Merlo. Allí pasaría una temporada rodeado de verde y delantales grises. Mi  postración aseguran los enfermeros se cura con mucho verde, algunos pinchazos…y torniquetes para calmarme.

Extensa carta escribo a mi amigo. Él había despertado el estro en mi cabeza; él estimuló hasta el delirio mi amor por lo imposible. Quería, tarde sin dudas, informarme debidamente del asunto que principió todo esto. ¿Acaso recitar el origen de las cosas no ayuda a olvidarlas? Ahora a mí se me da por la literatura y por las ciencias aleatorias.
Vino a visitarme. Me cuesta reconocerlo (observo que él también mira como extraviado. Hasta dudo que fuera él. La voz grave, impostada, que me seducía le había cambiado. La de ahora, metálica y distante, me alejaba del amigo, metido en ropas muy holgadas y detrás de lentes irregulares y negros, oye mis protestas. Murmura que él había dado por terminado el asunto; que solo vino a verme por mi insistente carta. Había orientado sus búsquedas por otros caminos. Prefirió –ante todo- el  uso de las fuerzas extrasensoriales desperdiciadas por el hombre positivista. Esos enormes campos magnéticos que nos rodean y tanto influjo ejercen en silencio sobre el hombre. No creía en sistemáticas búsquedas analíticas ni mecánicas ni químicas ni biológicas. Cuando le pregunté porqué  rechazaba las ciencias, recitó dos principios que vienen desde muy lejos: “No debe esperarse ningún conocimiento verdadero de las cosas sensibles: La escala de observación crea el fenómeno. Corolario: Si pudiéramos ver más profundamente- ha dicho Guye- veríamos el color como una sucesión de puntitos grises. El color no existiría. Dentro de nuestra escala  de observación es imposible ver otra cosa diferente de la vemos. Creamos el fenómeno. La ciencia de laboratorio no me interesa en absoluto.” Me deja su último libro –supongo que autografiado- e impasible se despide de mí.    
Durante el día un objeto es rojo porque es la onda luminosa del mismo color que el cuerpo no absorbe, la rechaza…Lo medito, pero cosmológicamente. Por las tardes, dentro del considerable verde que rodea la casa, gusto de gambetear entre los pinos y los eucaliptos. Sigo en cuclillas el itinerario interesado de alguna hormiga, o me quedo escondido entre las flores hasta que anochece. Espío a la mamboretá artera dispuesta a deglutir la cabeza del apasionado macho. Acepto estas presencias sin preguntar por qué están, ni cómo son.  La urbe tumultuosa e inútil de los insectos al rededor de ese minúsculo rey sol de 100 vatios.

Es una tarde que promete terminar  como tantas otras; aún quedan retazos de la luz, antes que me sujeten al catre. Entre el verde surge una presencia nueva. El pájaro raro que supongo desorientado o herido. Me acerco silenciosamente, pero no tanto como los gatos: el pájaro no parece inmutarse por mi presencia. Lo tomo de atrás, por las dos patas, y vuelve la cabeza hacia mí y compruebo su rareza. Semejante a un búho: los ojos enormes, redondos como medallones de mar azul y dentro del círculo dos manchas amarillas que relumbran. Imagino cosmológicamente que de ese azul y de ese amarillo, tan puros, se obtendría un espléndido verde mar. Tiene mirada inteligente. Tironea para desprenderse; quiero retenerlo unos momentos más. Por Merlo son rarísimas esas especies, diría que míticas. Mientras se agita ante mi curiosidad, me abismo en esos dos escudos azules de núcleo amarillo. Quizá aprieto demasiado sus patas; lo cierto es que oigo claramente un chirrido rotundo, como si algún hueso de vidrio dentro del pájaro se hubiera quebrado. Veo que el amarillo del centro comienza a difundirse dentro del azul de los ojos. Son finas estrías…hasta que se incorporan del todo dentro del azul. Y surgen de improviso como condensaciones, como burlas condenatorias, dos ascuas rojísimas que me enceguecen. El “imposible” se suelta de mí. Voy gritando “vi el imposible…vi el imposible” “¿Acaso no lo veo?”…
¿Hasta cuándo seguiré viendo todo entintado de rojo?       


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