A la memoria de Aristóbulo Echegaray
Mi amigo A.
andaba en cierto asunto no estrictamente profano del que nunca llegué a
enterarme por completo. Como me consideraba cientificista resolvió consultarme
al respecto. Unas líneas suyas, palabras más palabras menos, decían esto:
“Estimado C.: necesito una pulgarada (como diría algún antepasado galaico mío)
de dos polvos que por mero contacto den rojo. ¿Posible? Un apretón de manos.”
Antes del mensaje habíamos conversado del cuento de
Scalabrini Ortiz “Los polvos verdes”, en que un químico cura a una mujer por
sugestión. ¿El remedio? Dos sustancias pulverizadas de amarilla y azul,
respectivamente, deben mezclarse en la
oscuridad, en día y horas precisos. Sin duda, se obtiene polvo verde; pero la
mujer, analfabeta y solitaria, cuando abre la cajita de los polvos queda estupefacta
ante el cambio. El estímulo, que actúa benéficamente sobre su obsesión, provoca
un efecto inesperado.
En el pedido de mi amigo, claro está, hay un
obstáculo insalvable: el rojo –color primario- no pude obtenerse por mezcla de
otros colores. Claramente A. participaba de la elemental conclusión que si
vencíamos la imposibilidad, ésta obraría sobre el asunto de manera mágica,
aunque yo no conociera el sujeto de la experiencia.
Empiezo por investigar acerca de los colores.
Sabemos que la luz llamada blanca, la que nos ilumina, está formada por la
mezcla de los siete colores del arco iris. Un objeto es rojo, por ejemplo,
porque es la onda de luz coloreada de rojo que no absorbe; otro objeto es negro
porque absorbe todas las ondas luminosas que componen la luz; otro cuerpo es blanco porque no absorbe
ninguna onda luminosa y la combinación de todas – como digo más arriba- da
blanco. Sucintamente: cada objeto se viste del color que tiene porque son las
ondas luminosas que no absorbe. Esas
ondas solitarias o bien combinadas determinan el color.
¿Y los colorantes? El colorante –maravilla del
ingenio humano- es algo físico: concreto y extenso. Una precisa configuración
espacial otorga propiedades colorantes a
las sustancias. El colorante – valga la tosca comparación- es una suerte de
edificio cuyas dimensiones y posiciones deben armonizarse cuidadosamente. Por
otra parte, nuestro órgano de la visión está dotado para captar sólo un corto
segmento del vasto territorio lumínico
que es patrimonio del Sol. Que vemos apenas unas pocas parcelas lumínicas de
las muchas existentes. Hay territorios (ondas) más allá del rojo y del violeta
– los dos topes o extremos del espectro solar. El colorante, esa especie de
edificio, tiene por objeto disfrazar la monotonía del gris, captar las
distintas ondas coloreadas, fijarlas. Si me detengo en estos aspectos, algo
áridos, de los colores y de los colorantes
es para que se medite sobre la
necesidad de una acción revolucionaria,
a fin de modificar nuestros conceptos tradicionales. Ya sea sobre los edificios
moleculares, ya sea sobre los órganos de captación. Necesitaba volcarme al
estudio sistemático de los colorantes y al análisis completo de los mecanismos
del ojo.
Renuncio al ceniciento trabajo de analista
asalariado para dedicarme todo el tiempo a la investigación. Compre una buena
gama de colorantes en existencia. Improviso con dinero prestado un laboratorio
en el departamento donde vivo. Vendo muebles, disputo con mi familia, me aíslo
de los amigos. Me transformo en un novísimo doctor Griffit, el hombre invisible de Wells.
Un objeto es rojo –reitero- porque es la onda
coloreada que el objeto no absorbe. Este principio, al parecer inconmovible,
constituía mi punto de partida. Explico: Si en un edificio se pudiera colocar
el segundo piso en el décimo y hueco que resulta de tal quita comunicarlo con
la planta baja; si los ascensores en lugar de bajar y subir se deslizaran
laberínticamente; si en lugar de puertas hubiera algún oculto mecanismo que nos
llevara hasta la puerta del subterráneo más próximo; si los departamentos
fueran móviles y se pudiera meterlos uno
dentro del otro a manera de cajas mágicas; en fin, si todas las
fantasías y desmesuras fueran posibles, las personas razonables no aceptarían
vivir en semejantes engendros. Con los colorantes es posible el juego de las
desmesuras. Es posible el agrandamiento y la reducción; agregarles oxígeno
allí, o carbono y nitrógeno aquí, o bien volárselo; abrir huecos en la base o
en la cabeza de la molécula, jugar a las construcciones con hexágonos o
dodecaedros o ambos al mismo tiempo. En consonancia con tal libertad, practiqué
infinidad de combinaciones y de mixturas dentro de herméticos balones
transparentes y acodadas retortas. Uní, armé, destruí, recorté…pero no pude
lograr ningún colorante que refleje azul y amarillo para obtener rojo. Siempre
aparecía el tradicional verde. El rojo no aceptaba ser obtenido por mezcla
alguna, seguía siendo color primario.
Tras la infructuosa
primera etapa, me introduje resueltamente en la fisiología. Mi propósito
era el siguiente: Ampliar lo más posible la captación del segmento luminoso a través del ojo. Quería que pudiéramos advertir más
ondas luminosas, talvez colores ignorados. Que nuestra retina tuviera más
capacidad combinatoria: que en lugar de siete colores u ocho conquistáramos
todos los colores del espectro visible e invisible. Destruiría de tal manera la férrea
limitación de los colores clasificados
en primerias y secundarios y, por consiguiente al antiguo determinismo.
Compré
muchos gatos, perros y ratas de la India. Les estudié prolijamente la retina y,
en general, el órgano de la visión. Secciono músculos y membranas; introduzco
modificaciones dentro de los conductos y nervios; interrumpo circuitos naturales e inauguro otras
conexiones. El departamento laboratorio queda aatravesado de ladridos y
mayidos.
Resulto amonestado por la administración por causa
de dolor de las pobres bestias (aclaro que operaba con anestesia, pero los
posoperatorios no podía controlarlos a voluntad) además, los pestilentes olores
que escapaban de mi departamento habían soliviantado a los vecinos que me
llamaban la “Bestia del 2º A”, o algo por el estilo. Los `pocos animalitos que
conseguían huir de mi curiosidad científica –ciegos o tullidos- andaban
perdidos por el edificio de tal manera metamorfoseados que metían miedo y
angustia. Pero el rojo seguía invicto. El asunto, quizá, habría sido menos
subjetivo si hubiera podido experimentar sobre seres racionales. En tal
supuesto la descripción de lo vivido tendría inapreciable valor; pero, ¿dónde
adquirir seres humanos capaces de sacrificarse por mi sed experimental,
inducida por un amigo?
Frente a la montaña de colorantes y materiales de
laboratorio; el departamento laboratorio colmado de ratas, perros y gatos
(vivos, heridos, torturados y muertos) sin un solo peso, débil, hambriento y deprimido, me desmayé.
Dijeron que salía sangre por mis comisuras. Dejo que los detractores se
apoderen de mí.
Me han llevado a cierta casa salud en Merlo. Allí
pasaría una temporada rodeado de verde y delantales grises. Mi postración aseguran los enfermeros se cura
con mucho verde, algunos pinchazos…y torniquetes para calmarme.
Extensa carta escribo a mi amigo. Él había
despertado el estro en mi cabeza; él estimuló hasta el delirio mi amor por lo
imposible. Quería, tarde sin dudas, informarme debidamente del asunto que
principió todo esto. ¿Acaso recitar el origen de las cosas no ayuda a
olvidarlas? Ahora a mí se me da por la literatura y por las ciencias aleatorias.
Vino a visitarme. Me cuesta reconocerlo (observo que
él también mira como extraviado. Hasta dudo que fuera él. La voz grave,
impostada, que me seducía le había cambiado. La de ahora, metálica y distante,
me alejaba del amigo, metido en ropas muy holgadas y detrás de lentes
irregulares y negros, oye mis protestas. Murmura que él había dado por
terminado el asunto; que solo vino a verme por mi insistente carta. Había
orientado sus búsquedas por otros caminos. Prefirió –ante todo- el uso de las fuerzas extrasensoriales
desperdiciadas por el hombre positivista. Esos enormes campos magnéticos que
nos rodean y tanto influjo ejercen en silencio sobre el hombre. No creía en
sistemáticas búsquedas analíticas ni mecánicas ni químicas ni biológicas.
Cuando le pregunté porqué rechazaba las
ciencias, recitó dos principios que vienen desde muy lejos: “No debe esperarse
ningún conocimiento verdadero de las cosas sensibles: La escala de observación
crea el fenómeno. Corolario: Si pudiéramos ver más profundamente- ha dicho
Guye- veríamos el color como una sucesión de puntitos grises. El color no
existiría. Dentro de nuestra escala de
observación es imposible ver otra cosa diferente de la vemos. Creamos el
fenómeno. La ciencia de laboratorio no me interesa en absoluto.” Me deja su
último libro –supongo que autografiado- e impasible se despide de mí.
Durante el día un objeto es rojo porque es la onda
luminosa del mismo color que el cuerpo no absorbe, la rechaza…Lo medito, pero
cosmológicamente. Por las tardes, dentro del considerable verde que rodea la
casa, gusto de gambetear entre los pinos y los eucaliptos. Sigo en cuclillas el
itinerario interesado de alguna hormiga, o me quedo escondido entre las flores
hasta que anochece. Espío a la mamboretá artera dispuesta a deglutir la cabeza
del apasionado macho. Acepto estas presencias sin preguntar por qué están, ni
cómo son. La urbe tumultuosa e inútil de
los insectos al rededor de ese minúsculo rey sol de 100 vatios.
Es una tarde que promete terminar como tantas otras; aún quedan retazos de la
luz, antes que me sujeten al catre. Entre el verde surge una presencia nueva.
El pájaro raro que supongo desorientado o herido. Me acerco silenciosamente,
pero no tanto como los gatos: el pájaro no parece inmutarse por mi presencia.
Lo tomo de atrás, por las dos patas, y vuelve la cabeza hacia mí y compruebo su
rareza. Semejante a un búho: los ojos enormes, redondos como medallones de mar
azul y dentro del círculo dos manchas amarillas que relumbran. Imagino
cosmológicamente que de ese azul y de ese amarillo, tan puros, se obtendría un
espléndido verde mar. Tiene mirada inteligente. Tironea para desprenderse;
quiero retenerlo unos momentos más. Por Merlo son rarísimas esas especies,
diría que míticas. Mientras se agita ante mi curiosidad, me abismo en esos dos
escudos azules de núcleo amarillo. Quizá aprieto demasiado sus patas; lo cierto
es que oigo claramente un chirrido rotundo, como si algún hueso de vidrio
dentro del pájaro se hubiera quebrado. Veo que el amarillo del centro comienza
a difundirse dentro del azul de los ojos. Son finas estrías…hasta que se
incorporan del todo dentro del azul. Y surgen de improviso como condensaciones,
como burlas condenatorias, dos ascuas rojísimas que me enceguecen. El
“imposible” se suelta de mí. Voy gritando “vi el imposible…vi el imposible”
“¿Acaso no lo veo?”…
¿Hasta cuándo seguiré viendo todo entintado de
rojo?
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