EL viejo señor paseaba por la playa. Era, como
todos sabían, el hombre más rico del mundo, pero él procuraba ocultarlo y para
ello siempre estaba solo, no llevaba consigo dinero alguno y desde muy joven se
había acostumbrado a vestir con la mayor sencillez, si bien con refinada
elegancia En invierno sólo usaba un traje gris, camisa blanca, corbata y
zapatos negros; en verano, un impecable traje blanco, camisa celeste y corbata
y zapatos igualmente negros; en ambos casos llevaba siempre un antiguo, oscuro
y lustrado bastón, de caña delgada y redonda empuñadura de marfil. De modo
que, salvo por su ropa y su bastón, hubiese sido inútil robarle. Todos lo
sabían y, por eso, desde muy joven, había podido recorrer impunemente el mundo
entero.
Sólo una vez al
año, y siempre en una fecha incierta que él decidía a su antojo, su apoderado
lo visitaba en cualquier lugar de la Tierra donde el lo citaba, y durante
apenas diez minutos revisaba el extracto del estado de sus finanzas y lo
firmaba una única vez, con lo cual el viejo señor resolvía por el término de
otro año todo el proceso económico que permitía, a sus miles de empresas,
bancos y comercios, la prosecución de la actividad financiera, a millones de
hombres y mujeres el mantenimiento de su trabajo, y a él seguir recorriendo el
mundo absolutamente solo.
Por eso no existía
ningún rincón de cualquier mar o continente que el viejo señor no conociese, y
desde hacía ya muchos años se limitaba a repetir sus visitas periódicas a los
mismos lugares, en los que apenas hallaba el único interés de ir descubriendo
su transformación y el progreso a que lo sometían los hombres, siempre mucho
más lentos que su retorno, repetido en plazos muy breves
Esta playa que
ahora recorría lentamente, por ejemplo, ya había agotado para él todo su
atractivo. Salvo la bellísima ciudad balnearia construida sobre ella, y su
admirable crecimiento turístico de los últimos diez años, el viejo señor
reconocía su extensión y su anchura, la calidad de su fina arena, la
perspectiva infinita del mar verdinegro y azul, el mismo devenir de su marea,
el cielo tan limpio que parecía resbalar hacia el horizonte, y hasta ese
idéntico crepúsculo impermutable y descolorido del otoño cuyo aire muy frío ya había alejado a los bañistas de la
temporada, y que él había visto tantas veces. Sin duda, pues, el viejo señor
iba a marcharse al día siguiente, en procura de otro lugar que, como siempre, alentase su esperanza de una novedad, por lo
general ya irrepetible desde su juventud.
Pero, entonces, al
detenerse un momento antes de regresar al hotel para admirar por última vez el
paisaje monótono y hermoso, bajó la vista y descubrió, casi a sus pies, en el
sitio preciso donde el impulso exhausto de la ola prolonga un fugaz borde de
espuma y se retira en seguida sin dejar otra huella que la humedad
resplandeciente, algunas palabras escritas en la arena. Los rasgos, hendidos
quizás con el dedo o con el extremo de alguna rama, decían: “Te amo para siempre.
Úrsula y Cristián”. Y había, también, una fecha; “1945”.
Primero, el viejo
señor admitió que era una de las tantas confesiones que los jóvenes enamorados,
por juego, por exaltación, por alegría o ternura, suelen siempre complacerse en
trazar a orillas del mar, acaso mientras comparten su pasión con el baño y el
sol durante el día, tal vez cuando prefieren la soledad de un paseo
crepuscular, quizás al contemplar por la noche el plenilunio, sentados en la
arena y tomados de la mano. Lo había visto hacer en todas las playas del mundo.
Luego, el viejo
señor presumió que los autores de aquellas palabras no debían ser tan jóvenes,
ya que la fecha, 1945, acaso sugería una evocación íntima a una pareja que,
reunida más de cuarenta años atrás, había regresado ahora a este escenario de
su dicha.
Después, el viejo
señor supuso que aquellas palabras debían haber sido trazadas hacía apenas
algunos instantes, y miró a su alrededor intentando descubrir a Úrsula y
Cristián sin hallar, en toda la extensión de la playa que se prolongaba casi
indefinidamente, otra cosa que la absoluta soledad de aquel ocaso conocido.
Y, por ultimo, el
viejo señor se asombró. Pues mientras hacía estas reflexiones había observado
que la marea, poco a poco creciente a esa hora, y avanzando sobre la arena cada
vez más, cubría y descubría aquellas palabras con su onda desfallecida, sin
deshacerlas ni borrarlas de algún modo.
El viejo señor no
aceptó que aquello fuese posible y, para demostrárselo, con el extremo de su
bastón destruyó los trazos inauditos que, al cabo de un instante,
reaparecieron en el texto vulgar; “Te amo para siempre. Úrsula y Cristian.
1945”. Una y otra vez el viejo señor removió la arena y borró las palabras;
ante su mirada incrédula ellas se recomponían en pocos segundos, como si brotaran
desde el fondo de la arena, como si un dedo invisible o una invisible vara las dibujase
inexorablemente. Y, al mismo tiempo, el mar también las deshacía con su onda
incesante, sin que ninguno de los dos, ni su bastón ni el agua, lograsen
destruirlas.
El viejo señor
llegó hasta acuclillarse y, con sus manos impecables, dispersó la arena y la
vació profundamente. Era inútil: el hueco volvía a colmarse y las palabras
reaparecían. Otra vez de pie, el viejo señor admitió, entonces, que desde hacía
más de cuarenta años, ni el mar, ni el viento, ni el tránsito revoltoso de los
turistas, ni nada en el mundo, habían podido deshacer el texto triunfante, que
era como un desafío.
Pero, dedujo el
viejo señor, si las palabras no desaparecen es porque Úrsula y Cristián se
aman todavía. Y esto fue lo que no pudo admitir. Pues él sabia, a través de la
experiencia de su vida, y de la de cuantos hombres y mujeres conocía en todos
los confines de la Tierra, que ningún ser humano logra amar a otro hasta la
muerte y que, si bien pueden permanecer juntos hasta la más extrema
ancianidad, lo que no pueden, ni nadie ha podido jamás, es mantener inmutable
el amor que en algún momento los había reunido.
“Dios mío”, pensó
el viejo señor, “pero ¿y si fuese cierto?” Y esta duda ya no le permitió
dormir durante toda la noche. Por lo tanto no se marcho de aquella ciudad como
había previsto hacerlo al día siguiente. Aún por muchos más regresó a la playa
y, casi sin abandonarla desde el alba hasta el atardecer, persistió en su
empeño de deshacer las palabras enamoradas, pues no quería darse por vencido.
Cuando hubo aceptado que aquellos trazos en la arena no se desharían jamás,
comprendió que debía encontrar a Úrsula y Cristián. Si sus palabras perduran,
dedujo una vez más, es que viven.
Entonces citó a su apoderado en la Capital, y le ordenó
que dispusiese de todo lo necesario, hombres, máquinas, medios de
comunicaciones, recompensas y sobornos, para encontrar a una mujer llamada
Úrsula y a un hombre llamado Cristián que, en 1945, habían recorrido,
enamorados, aquella playa, una de las tantas de ese país, uno de los tantos del
continente, uno más de los sólo cinco que constituían el escaso y limitadísimo
territorio del mundo.
-¿Y si han muerto?
-osó preguntar tímidamente el apoderado.
-No han
muerto -afirmó el viejo señor-. Encuéntrelos. Juntos, o separados,
encuéntrelos. -Y añadió, como para si mismo: -Lo mejor que podría suceder es
que ya no estuviesen juntos. Pero me temo que aún lo estarán.
Muy pocas horas después, y en virtud de la actividad
febril de miles de computadoras, investigadores y especialistas, y hasta
mediante la intervención del ejército, pues todo ello y mucho más estaba a su
disposición, el viejo señor fue informado del lugar exacto donde vivían,
retirados y ancianos, Úrsula y Cristián. El viejo señor, pues, llegó en seguida
a una pequeña casa del suburbio de la Capital y se presentó ante Úrsula y Cristián,
que eran ya dos viejecitos apacibles y arrugados, padres de varios hijos,
abuelos de muchos nietos y bisabuelos de algunos biznietos recientes. Al viejo
señor no le agradaron, porque sonreían tanto que parecían estar burlándose de
él. Entonces les preguntó: -¿Ustedes
escribieron en la arena de una playa “Te amo para siempre. Úrsula y Cristián”?
-Sí -respondió él-. Lo escribí yo. Con este dedo. Y
mostró al viejo señor su índice derecho, deformado por el reuma.
-Oh -hizo ella-, lo recordamos muy bien porque fue
cuando nos conocimos y nos enamoramos. En 1945.
-Pero, entonces -siguió el viejo señor, como si
tuviera miedo-, ¿se aman todavía?
-Igual que aquel día de ese año -dijo el anciano, y
asió la mano de su mujer.
-Como desde el momento en que nos vimos -agregó
ella. Y los dos se miraron con tanta ternura que el viejo señor sintió aún más
espanto.
-¿Saben -pudo preguntarles todavía- que al amarse
así ya nunca más han sido libres?
-Sí -contestó él.
-¿Saben que al amarse así tienen que seguir
amándose y estando juntos hasta la muerte?
-Sí -respondió ella.
-¿Saben que si un hombre y una mujer se aman para
siempre, ya nunca podrán amar otra vez a ningún otro?
-Sí -afirmaron los dos.
-¿Y les parece que eso es lo adecuado? -continuó
preguntando el viejo señor, cada vez más aterrorizado.
-Es lo mejor, lo más hernioso, lo único que vale la
pena hacer en el mundo y en la vida -dijo él.
-Es lo justo -concluyó ella.
El viejo señor lanzó un gritito, y casi sin voz
exclamó:
-Entonces, ¿es
posible?
-Para ella y para
mi, si -dijo él
-Para él y para
mi, si -dijo ella.
El
viejo señor tuvo que admitir definitivamente que Úrsula y Cristián eran los únicos en el mundo que lo habían logrado. Y se sintió aún más
despavorido, pues si para ellos había podido ser, también podía sucederle a
otros hombres y a otras mujeres, quizás a muchos, y acaso algún día -¿por qué
no?- a todos los de la Tierra.
-¡No! -aulló el
viejo señor, y se alejó a la carrera de Úrsula y Cristián y de aquella casita
sencilla y atroz que era como la madriguera siniestra de la verdad.
Al cabo de algunos
días el viejo señor murió sin que nadie pudiera diagnosticar la causa precisa,
pues se la atribuyó acaso a su edad, a un mal incurable y oculto, al
agotamiento producido por su riqueza y a otras infinitas razones indiscernibles.
Por lo tanto, y como había sido el hombre más rico del mundo, tanto que su
fortuna ya no necesitaba de él, su muerte no importó a nadie, y fue enterrado
sin pompa ni dolor en cualquier lugar insignificante de la Tierra.
Cuando Úrsula y
Cristián leyeron la noticia en el diario, ellos lo comprendieron.
-No pudo
soportarlo -dijo él.
-¡Pobrecito!
-exclamó ella.
Fueron los únicos
que no pensaron en su riqueza sino en él, y que se condolieron de su muerte;
Pero,
sin embargo, seguían tomados de la mano, seguían mirándose a los ojos, y
seguían amándose como desde el primer día. Hasta el fin de sus vidas, Para
siempre.
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