viernes, 2 de agosto de 2013

PALABRAS EN LA ARENA--JORGE MASCIÁNGIOLI(1929-2003)



EL viejo señor paseaba por la playa. Era, como todos sabían, el hombre más rico del mundo, pero él procuraba ocultarlo y para ello siempre estaba solo, no llevaba consigo dinero alguno y desde muy joven se ha­bía acostumbrado a vestir con la mayor sencillez, si bien con refinada elegancia En invierno sólo usaba un traje gris, ca­misa blanca, corbata y zapatos negros; en verano, un impecable traje blanco, camisa celeste y corbata y zapatos igualmente negros; en ambos casos lle­vaba siempre un antiguo, oscuro y lus­trado bastón, de caña delgada y redonda empuñadura de marfil. De modo que, salvo por su ropa y su bastón, hubiese sido inútil robarle. Todos lo sabían y, por eso, desde muy joven, había podido reco­rrer impunemente el mundo entero.
Sólo una vez al año, y siempre en una fecha incierta que él decidía a su antojo, su apoderado lo visitaba en cualquier lu­gar de la Tierra donde el lo citaba, y du­rante apenas diez minutos revisaba el extracto del estado de sus finanzas y lo firmaba una única vez, con lo cual el viejo señor resolvía por el término de otro año todo el proceso económico que permitía, a sus miles de empresas, bancos y comercios, la prosecución de la actividad financiera, a millones de hom­bres y mujeres el mantenimiento de su trabajo, y a él seguir recorriendo el mundo absolutamente solo.
Por eso no existía ningún rincón de cualquier mar o continente que el viejo señor no conociese, y desde hacía ya mu­chos años se limitaba a repetir sus vi­sitas periódicas a los mismos lugares, en los que apenas hallaba el único interés de ir descubriendo su transformación y el progreso a que lo sometían los hom­bres, siempre mucho más lentos que su retorno, repetido en plazos muy breves
Esta playa que ahora recorría lenta­mente, por ejemplo, ya había agotado para él todo su atractivo. Salvo la bellí­sima ciudad balnearia construida sobre ella, y su admirable crecimiento turístico de los últimos diez años, el viejo señor reconocía su extensión y su an­chura, la calidad de su fina arena, la perspectiva infinita del mar verdinegro y azul, el mismo devenir de su marea, el cielo tan limpio que parecía resbalar ha­cia el horizonte, y hasta ese idéntico crepúsculo impermutable y descolorido del otoño cuyo aire muy frío ya había alejado a los bañistas de la temporada, y que él había visto tantas veces. Sin duda, pues, el viejo señor iba a marcharse al día siguiente, en procura de otro lugar que, como siempre, alentase su espe­ranza de una novedad, por lo general ya irrepetible desde su juventud.
Pero, entonces, al detenerse un mo­mento antes de regresar al hotel para admirar por última vez el paisaje monó­tono y hermoso, bajó la vista y descu­brió, casi a sus pies, en el sitio preciso donde el impulso exhausto de la ola pro­longa un fugaz borde de espuma y se re­tira en seguida sin dejar otra huella que la humedad resplandeciente, algunas palabras escritas en la arena. Los rasgos, hendidos quizás con el dedo o con el extremo de alguna rama, decían: “Te amo para siempre. Úrsula y Cristián”. Y había, también, una fecha; “1945”.
Primero, el viejo señor admitió que era una de las tantas confesiones que los jóvenes enamorados, por juego, por exaltación, por alegría o ternura, suelen siempre complacerse en trazar a orillas del mar, acaso mientras comparten su pasión con el baño y el sol durante el día, tal vez cuando prefieren la soledad de un paseo crepuscular, quizás al con­templar por la noche el plenilunio, sen­tados en la arena y tomados de la mano. Lo había visto hacer en todas las playas del mundo.
Luego, el viejo señor presumió que los autores de aquellas palabras no debían ser tan jóvenes, ya que la fecha, 1945, acaso sugería una evocación íntima a una pareja que, reunida más de cua­renta años atrás, había regresado ahora a este escenario de su dicha.
Después, el viejo señor supuso que aquellas palabras debían haber sido tra­zadas hacía apenas algunos instantes, y miró a su alrededor intentando descu­brir a Úrsula y Cristián sin hallar, en toda la extensión de la playa que se pro­longaba casi indefinidamente, otra cosa que la absoluta soledad de aquel ocaso conocido.
Y, por ultimo, el viejo señor se asom­bró. Pues mientras hacía estas re­flexiones había observado que la marea, poco a poco creciente a esa hora, y avanzando sobre la arena cada vez más, cubría y descubría aquellas palabras con su onda desfallecida, sin deshacerlas ni borrarlas de algún modo.
El viejo señor no aceptó que aquello fuese posible y, para demostrárselo, con el extremo de su bastón destruyó los trazos inauditos que, al cabo de un ins­tante, reaparecieron en el texto vulgar; “Te amo para siempre. Úrsula y Cristian. 1945”. Una y otra vez el viejo señor removió la arena y borró las palabras; ante su mirada incrédula ellas se recom­ponían en pocos segundos, como si bro­taran desde el fondo de la arena, como si un dedo invisible o una invisible vara las dibujase inexorablemente. Y, al mismo tiempo, el mar también las deshacía con su onda incesante, sin que ninguno de los dos, ni su bastón ni el agua, lograsen destruirlas.
El viejo señor llegó hasta acuclillarse y, con sus manos impecables, dispersó la arena y la vació profundamente. Era inútil: el hueco volvía a colmarse y las palabras reaparecían. Otra vez de pie, el viejo señor admitió, entonces, que desde hacía más de cuarenta años, ni el mar, ni el viento, ni el tránsito revoltoso de los turistas, ni nada en el mundo, ha­bían podido deshacer el texto triunfante, que era como un desafío.
Pero, dedujo el viejo señor, si las pala­bras no desaparecen es porque Úrsula y Cristián se aman todavía. Y esto fue lo que no pudo admitir. Pues él sabia, a través de la experiencia de su vida, y de la de cuantos hombres y mujeres cono­cía en todos los confines de la Tierra, que ningún ser humano logra amar a otro hasta la muerte y que, si bien pue­den permanecer juntos hasta la más ex­trema ancianidad, lo que no pueden, ni nadie ha podido jamás, es mantener in­mutable el amor que en algún momento los había reunido.
“Dios mío”, pensó el viejo señor, “pero ¿y si fuese cierto?” Y esta duda ya no le permitió dormir durante toda la noche. Por lo tanto no se marcho de aquella ciudad como había previsto ha­cerlo al día siguiente. Aún por muchos más regresó a la playa y, casi sin abandonarla desde el alba hasta el atardecer, persistió en su empeño de deshacer las palabras enamoradas, pues no quería darse por vencido. Cuando hubo acep­tado que aquellos trazos en la arena no se desharían jamás, comprendió que de­bía encontrar a Úrsula y Cristián. Si sus palabras perduran, dedujo una vez más, es que viven.
Entonces citó a su apoderado en la Capital, y le ordenó que dispusiese de todo lo necesario, hombres, máquinas, medios de comunicaciones, recom­pensas y sobornos, para encontrar a una mujer llamada Úrsula y a un hombre llamado Cristián que, en 1945, habían recorrido, enamorados, aquella playa, una de las tantas de ese país, uno de los tantos del continente, uno más de los sólo cinco que constituían el escaso y limitadísimo territorio del mundo.
-¿Y si han muerto? -osó preguntar tímidamente el apoderado.
-No han muerto -afirmó el viejo señor-. Encuéntrelos. Juntos, o sepa­rados, encuéntrelos. -Y añadió, como para si mismo: -Lo mejor que podría suceder es que ya no estuviesen juntos. Pero me temo que aún lo estarán.
Muy pocas horas después, y en virtud de la actividad febril de miles de com­putadoras, investigadores y especia­listas, y hasta mediante la intervención del ejército, pues todo ello y mucho más estaba a su disposición, el viejo señor fue informado del lugar exacto donde vi­vían, retirados y ancianos, Úrsula y Cristián. El viejo señor, pues, llegó en seguida a una pequeña casa del suburbio de la Capital y se presentó ante Úrsula y Cris­tián, que eran ya dos viejecitos apaci­bles y arrugados, padres de varios hijos, abuelos de muchos nietos y bisabuelos de algunos biznietos recientes. Al viejo señor no le agradaron, porque sonreían tanto que parecían estar burlándose de él. Entonces les preguntó: -¿Ustedes escribieron en la arena de una playa “Te amo para siempre. Úrsula y Cristián”?
-Sí -respondió él-. Lo escribí yo. Con este dedo. Y mostró al viejo señor su ín­dice derecho, deformado por el reuma.
-Oh -hizo ella-, lo recordamos muy bien porque fue cuando nos conocimos y nos enamoramos. En 1945.
-Pero, entonces -siguió el viejo señor, como si tuviera miedo-, ¿se aman toda­vía?
-Igual que aquel día de ese año -dijo el anciano, y asió la mano de su mujer.
-Como desde el momento en que nos vimos -agregó ella. Y los dos se miraron con tanta ternura que el viejo señor sin­tió aún más espanto.
-¿Saben -pudo preguntarles todavía- que al amarse así ya nunca más han sido libres?
-Sí -contestó él.
-¿Saben que al amarse así tienen que seguir amándose y estando juntos hasta la muerte?
-Sí -respondió ella.
-¿Saben que si un hombre y una mujer se aman para siempre, ya nunca podrán amar otra vez a ningún otro?
-Sí -afirmaron los dos.
-¿Y les parece que eso es lo ade­cuado? -continuó preguntando el viejo señor, cada vez más aterrorizado.
-Es lo mejor, lo más hernioso, lo único que vale la pena hacer en el mundo y en la vida -dijo él.
-Es lo justo -concluyó ella.
El viejo señor lanzó un gritito, y casi sin voz exclamó:
-Entonces, ¿es posible?
-Para ella y para mi, si -dijo él
-Para él y para mi, si -dijo ella.
El viejo señor tuvo que admitir defini­tivamente que Úrsula y Cristián eran los únicos en el mundo que lo habían lo­grado. Y se sintió aún más despavorido, pues si para ellos había podido ser, tam­bién podía sucederle a otros hombres y a otras mujeres, quizás a muchos, y acaso algún día -¿por qué no?- a todos los de la Tierra.
-¡No! -aulló el viejo señor, y se alejó a la carrera de Úrsula y Cristián y de aquella casita sencilla y atroz que era como la madriguera siniestra de la ver­dad.
Al cabo de algunos días el viejo señor murió sin que nadie pudiera diagnosti­car la causa precisa, pues se la atribuyó acaso a su edad, a un mal incurable y oculto, al agotamiento producido por su riqueza y a otras infinitas razones indis­cernibles. Por lo tanto, y como había sido el hombre más rico del mundo, tanto que su fortuna ya no necesitaba de él, su muerte no importó a nadie, y fue enterrado sin pompa ni dolor en cual­quier lugar insignificante de la Tierra.
Cuando Úrsula y Cristián leyeron la noticia en el diario, ellos lo comprendie­ron.
-No pudo soportarlo -dijo él.
-¡Pobrecito! -exclamó ella.
Fueron los únicos que no pensaron en su riqueza sino en él, y que se condolie­ron de su muerte;
Pero, sin embargo, seguían tomados de la mano, seguían mirándose a los ojos, y seguían amándose como desde el primer día. Hasta el fin de sus vidas, Para siempre.



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