El calor era agobiante.
A pesar de que pronosticaban fuertes lluvias, al salir
dejé las ventanas abiertas para ventilar los ambientes.
Apenas caminé unas cuadras cuando las primeras gotas
aliviaron la pesadez de la atmósfera.
Apuré el paso, debía estar puntualmente en una reunión
laboral.
Cuando pasé la puerta la tormenta se descargó con furia, anegando rápidamente
las calles.
La entrevista fue exitosa.
De vuelta a casa, desbordada de alegría, no me importó
poner los pies en el agua fría, hasta el paraguas quedó descansando en el
bolso.
La lluvia era una bendición.
La llave giró en la cerradura, al abrir una exclamación de angustia borró mi sonrisa.
La lluvia había entrado libremente. Una rama
desprendida de un árbol yacía sobre la alfombra convertida en laguna. Las
cortinas en su vuelo arrastraron libros, adornos, plantas.
Atiné a sentarme en una silla, cerré los ojos y un
recuerdo me asaltó. Era pequeña, delgadita, con trenzas largas atadas con
cintas deshilachadas; acunaba en mis brazos a mi hermanita mientras mamá
preparaba mate cocido y algunas tortas fritas. El aroma impregnaba la casilla y
se escapaba por las hendijas de la puerta.
Un trueno fuerte fue el comienzo de la tragedia.
Rápidamente la crecida del río subió al barrio.
Gritos, llantos, hasta que unos brazos fuertes me
llevaron a un refugio.
Un estruendo me alejó del pasado.
Salté del lugar, comencé con gran tristeza a ordenar.
Al levantar la vista noté que un cuadro quedó intacto en la pared.
Desde él mi madre me sonreía, trasmitiéndome la
fortaleza que fuera puntal para mi vida.
La mañana siguiente
me regaló un sol radiante , y la convicción de que jamás dejaría al
salir, las ventanas abiertas.
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