viernes, 11 de mayo de 2012

DE DIEZ A ONCE---PABLO POST


Los postigos de su ventanal, frontero al mío doce o quince metros de distancia- permanecían entornados, excepto de 10 a 11 de la mañana.

Diez de la mañana: despejan los postigos; desciende el ventanal amplio (que puede desplazarse entre dos guías de madera) y aparece el espejo altísimo. Frente al espejo, ella. Cepilla su pelo opalino, profuso, descendente, durante un largo cuarto de hora. Después, de espaldas al espejo, frente a mí, desnúdase,lentamente, hasta la total desnudez. Y así, sin ropas, con una especie de borla gigantesca, fricciona prolijamente parte por parte de su cuerpo estatuario.

Mi interés quería atraer sus miradas, pero de raro en raro conseguía solamente tropezar con la dureza mineral de dos ojos. Cerca de las once- movimientos de cámara lenta- siempre desnuda, sube el ventanal. En esos momentos, sin nada interpuesto, su figura incolora, de líneas geométricas, envía a mis ojos unos reflejos ásperos como puñales de luz. Sobre las once, sin dilaciones, se entornan los postigos.

Y así todos los días, durante meses.

Tomo una determinación: esperaría a la mujer del espejo en la calle ( su casa y la mía como se habrá comprendido son linderas). Durante semanas aguardé vanamente a distintas horas: la mujer- es mi conclusión- no sale de su recinto.

Decido ser más audaz. Me introduzco en la casa de la bella y busco la guarido. Después de algunas equivocaciones, golpeo en la puerta de la que supuse su habitación (son las diez y media) la puerta permanece cerrada, pero la descubro sin llave, abro y no me equivoco: quedamos frente a frente. Ella desnuda; yo, cazador. Serena, no retrocede ni medio paso; pueda quieta como para que yo la tome (observo de soslayo que salvo el espejo no hay otros muebles en la habitación. La cerco; queda bloqueada entre el espejo y mi empeño. Creo que sonreía, aunque no sé si complaciente o artera. Le sujeto una de las manos; me parece que susurra: “cuidado, no apriete”. No obedecería yo consejos de mujer desnuda; y estrecho más aún la mano: percibí que algo crepitaba como corteza de pan. Me aprehendí sobre ella, dispuesto al ataque final, y parecía que ella, entera, fuese a quebrarse con chasquidos mínimos. Tuve angustia de destruirla. Mi mano, la que había iniciado el descalabro, sangraba indolora. Tenía clavada en la palma una corona de agujas de vidrio. Escapo de la habitación y ya en mi pieza me quito una por una las agujitas de vidrio y las envuelvo en un pañuelo.

Aquella noche quizá debido a mi éxito parcial duermo algo menos sobresaltado.

Al día siguiente, desde temprano, acecho sin moverme frente al ventanal. Y, cronométricamente, a las diez se abren los postigos de la ventana. La mujer, me parece, tiene mueca burlona. Desenvuelve la liturgia de siempre; pero yo había logrado una victoria también: aparece manca. Su mano la tengo en mi pañuelo.

Todo pudo haber terminado allí: Ella burlándose de mi imposibilidad; yo, de su manquera. Pero manca y todo, aún me revolvía la sangre. Es entonces cuando maquino la venganza completa.

Repito, varias veces, la subrepticia introducción en su recinto. La voy destruyendo, en cada una de las ocasiones, parte del cuerpo (me llevo lo conquistado envuelto en paquetes) hasta que acabo por desmembrarla completamente.

Y un sábado, bien lo recuerdo, los postigos no se abren; la mujer que desnuda que resplandecía no aparece. No aparece más. Mi fiebre comenzaría por evaporarse lentamente.

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Tiempo después dos detectives vinieron a visitarme. Tuve mal presentimiento. Me intoxican de preguntas. No puedo convencerlos de que la mujer tenía naturaleza vítrea. Debía, pues, remitirme a las pruebas.

Desenvuelvo los paquetes y también mi pañuelo; pero las evidencias resultan ser contundentes a favor de ellos. Los paquetes no contienen montones de vidrio; sino partes de un cuerpo humano, de mujer, que hiede insoportablemente.







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