viernes, 14 de diciembre de 2012

CARRO CUÉ-RAMONA DÍAZ


Me encontraba en plena tarea en el corral una tarde ayudando a la abuela junto a mi madre y mis hermanitos, separando a los terneros de sus madres hacia un corral contiguo, dejando caer una rama sobre sus lomos o simplemente pasando mi mano sobre ellos! Qué sensación tan especial se sentía en ese lugar! Un inmenso amor envolvía todas las almas!

Ya en la mañana muy temprano nos preparábamos para ordeñar las vacas, era como un juego para nosotros correr a los terneros y acercarlos a sus madres, para que den la última chupada y así dejar salir la leche igual a una catarata blanca y espumosa que caen de esos pesados pezones.

Las vacas lecheras entraban en forma automática al corral contiguo al de sus crías. Todo se mezcla en el lugar, la tarea diaria y el atardecer que caía dando una coloración muy particular a la zona junto con el perfume silvestre que envuelve y el canto y aleteo de los pájaros que van en busca del lugar para pasar la noche. Un solo sentimiento imposible de explicar, forma parte del alma de las criaturas que habita esta tierra. Este sentir del paisaje acaricia y deleita la tardecita de un día agitado y caluroso.

Cada una teníamos una vaca, no cualquiera podía tocar esos pezones al cual estaban acostumbradas. Primero había que atarles las patas traseras para que no se muevan. Unas caricias rápidas y chupadas de sus crías por las hábiles manos del ordeñe dejaban brotar la leche que caía en los baldes en forma de lluvia blanca. Las manos formaban filas unidas como un gran telar por el movimiento.

Cantábamos, reíamos. Algún chorro nos salpicaba la cara por la rebeldía de las vacas.

La noche entraba. En el horizonte polvoriento se asomaba un carro que se venía velozmente: era el carro cué (*) del abuelo que regresaba del pueblo. Había llevado ese día los tarros de leche a la ciudad .De pronto la abuela sale presurosa hacia la tranquera. El abuelo tiraba de las riendas pegando a los caballos con furia y éstos corrían desenfrenados, exhaustos, jadeantes.

Vi a la abuela tironeando la pesada tranquera para poder abrirla con sus débiles y tiernos brazos, empujaba y empujaba con la poca fuerza que le quedaba. Pero no tuvo tiempo.

Todo se paralizó .Un silencio mortal nos envolvió. Nuestros ojos se clavaron en la abuela y en ese carro que ya estaba encima…Él seguía brutalmente pegando y pegando a los caballos, que querían desviarse del camino para no llevarla a la abuela por delante, pero era imposible detener ese carro cuè.

--¡Dios la bendiga! -- escuché decir a mi madre.

El abuelo parecía ser el mismo diablo. Se llevó por delante la tranquera, los caballos levantaron su patas como tratando de no pisar a la abuela, que voló por el aire junto con una parte de la tranquera que se partió en pedazos. Hasta los animales dejaron de rumiar. El silencio fue más profundo aún y nada se movió por un instante.

Como por una bendición divina vimos a la abuela levantarse del surco de arena, que se forma en cualquier tranquera por el continuo paso de los carros y caballos durante el día.

Ella nos miró, acaso sorprendida, sonrió, nos saludó, sacudió su pollera, se arregló el pelo y corrió detrás del carro cué que se detuvo frente al rancho.



(*) carro viejo, desvencijado, maltrecho.

NENA





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