El anciano se acodó contra el mostrador de la
pulpería. Tras pitar una vez más el cigarro reblandecido por la saliva, paseó
la vista por las paredes de ladrillos cimentados con barro. Pocos lugares había
en ella que no estuvieran cubiertos con estampitas mohosas, telas indias del
norte y manojos de plumas de ñandú. Dos raídos velones restaban fuerza al
brillo de la luna, haciendo bailotear sombras sobre algunos nichos que
albergaban codiciadas botellas de jerez fronterizo.
-Ustedes
perdonarán la insistencia, señores -dijo-, pero yo me voy a hacer de vuelta la
señal e’la cruz antes de seguir hablando. A veces es suficiente con mentar al
Malo para que aparezca. No los quiero perjudicar, y menos a vos que tenés dos
gurisitos en edad de atender. Sería pavo llamar a la desgracia.
-Siga
nomás, que estamos todos cristianados -dijo la mujer aludida, una mestiza de
dieciséis años con una larga cicatriz en la mejilla derecha.
-Hace
varias noches que esto me quita el sueño. Y nadie puede decir que soy flojo.
¿De donde saca la vieja los angelitos? -preguntó, señalando una pequeña momia
que se sostenía sobre un anaquel tapizado con pasto seco.
Los
angelitos de pulpería eran una costumbre de todos los locales de buen tono
incluso desde antes que hubiera estancias en la llanura. Como los bebés muertos
después del bautismo estaban limpios de todo pecado, se consideraba de buen
augurio colocarlos a la entrada de las pulperías para que con su influjo
benéfico evitaran las riñas, las trampas en las apuestas, los robos y las
enfermedades en los dueños y en los parroquianos. Esto era mientras quedara
carne o piel; cuando los gusanos y vinchucas dejaban los huesos pelados, el
niño era enterrado entre llantos y no faltaba alguien que improvisara un
cielito triste para la ocasión. Su precio variaba, lógicamente, según la ley de
la oferta y la demanda. Como los últimos años estuvieron libres de plagas (y
por lo tanto de bebés muertos) y como el número de pulperías había aumentado a
medida que se corría la frontera, el valor de un angelito estaba por las nubes.
Hacía
diez años, la vieja había llegado por el Camino de las Tropas. Sus ojos
amarillos eran casi invisibles bajo las chorreantes arrugas y costurones de la
piel. Era corta de estatura, encorvada, con una obesidad lívida que revelaba
una existencia noctámbula. No era posible afirmar que tuviera sangre india,
porque los rasgos de la cara se le habían borrado, pero era lenguaraz en varios
idiomas de las tolderías. En cuanto al apellido, no existía consenso. Algunos
creían recordar que se mentaba Gauna, otros Ghuna, y otros Gutre.
Evidentemente, dentro de esos amplios márgenes se hallaba el verdadero. Quizá
ni siquiera ella lo supiera.
Había
venido con un hijo de cuarenta años, Don Lucero; entre los dos construyeron una
tapera en uno de los pocos terrenos no ocupados, cerca del cangrejal. Lucero
changueaba de matarife en una estancia cercana. Pese a lo codicioso de achuras
y centavos, no se destacaba por su voluntad de trabajo, por lo que ambos eran
pobres.
Al tiempo
de haberse instalado, Lucero se agenció una muchacha del lugar, la Julia.
Aunque los padres no trabaron el asunto, Lucero se fugó con ella a un pueblo
muy lejano (según se rumoreó después, sin que nadie supiera quién hizo correr
la voz). No volvieron, excepto Lucero, que visitaba a la vieja cada nueve
meses, quedándose sólo por una noche. A la gente le extrañaba que esa noche la
vieja anduviera sola por los campos, a buena distancia del rancho, como esperando
algo. “Estoy de guardia”, decía, “arreando las lechuzas”.
La Gauna
(o Ghuna, o Gutre) tenía fama de bruja y morbera. La gente que le tenía ojeriza
solía contraer fiebre o enfermedades en la piel. Todos recordaban el caso de
una joven con la lengua agusanada. Algunos alegaban en su defensa que había
curado numerosos empachos y viruelas; sin embargo, exigía siempre una cantidad
de dinero poco menos que exorbitante. En una ocasión, el herrero estaba por
degollar el cordero de Pascua; la vieja, que estaba comprando yerba, ginebra y
unas galletas (curiosamente, nunca se la vio comprar velas), comentó que los
indios del norte creen que el hálito del animal escapa por la boca en el
momento de la muerte.
-Por eso
la cosen, para no restar mérito al sacrificio -afirmó.
-Con todo
respeto -dijo alguien-, yo he estado en el norte, en el Paraguay para más
datos, y allá los indios no creen eso.
-Lo que
yo digo es más lejos del Paraguay -respondió la vieja, entre dientes.
-Gracias,
doña. Usted da buenos consejos -concluyó apaciguadoramente el herrero. Sin
embargo, después no cosió la boca del animal. La vieja nunca estaba presente en
Pascuas, Semana Santa o Navidades.
Algún
tiempo después de la partida del hijo, la vieja empezó a vender angelitos de
pulpería por los pueblos. Iba con los pies envueltos en percal y un bulto negro
de moscas sobre la corva espalda, recorriendo los caminos, atenta a cualquier
lugar con vaciadero de botellas. Era una práctica común para parar la olla, tan
buena como la venta de extremaunciones por parte del cura. La vieja comenzó a
acaparar un Potosí. Pero extrañaba que dispusiera de tantos angelitos. No
pasaba verano en que no preguntara de pulpería en pulpería si ya habían tirado
el anterior y precisaban otro. Cuando alguien interesado iba a su tapera, lo
hacía sentar en el patio y volvía al rato con el angelito. Nunca le faltaban.
-Es
codiciosa la vieja. Por plata, cualquier cosa -dijo la mestiza de la cicatriz.
-Eso es
lo de menos. Cada cual tiene su vicio -respondió el anciano-. Lo que estamos
diciendo es que el negocio de esta vieja son los angelitos. Sin ir más lejos,
el suyo se lo vendió ella -dijo a la pulpera, señalando la andrajosa boca de
larvas colgada de la pared-. Pero ¿de dónde los saca? En el pueblo no ha muerto
o desaparecido ningún gurí, que yo sepa. Tampoco en los pueblos vecinos.
-Cuando
le comenté que precisaba uno -dijo el pulpero- me preguntó muy melosa de cuándo
tiempo de podridito, o si lo prefería seco o conservado en adobo dulce. Me dio
la impresión de que tenía todo un muestrario.
-Los del
pueblo vecino se asustaron y abrieron algunas tumbitas. Pero seguían allí, con
cajón y todo.
-La Gauna
no puede quedar embarazada -dijo el anciano-: es muy vieja. Ni de un linyera ni
de un gaucho demasiado solitario ni de un lobizón, aunque quizá sí del diablo.
Honestamente, señoras y señores, no me lo explico.
En ese
momento llegaron el herrero y dos peones de la estancia vecina, visitantes
habituales del lugar. No se molestaron en sacarse los raídos sombreros; tras
musitar un nervioso saludo se quedaron de pie al lado de la puerta entornada.
Los peones llevaban sus facones en el cinto, y el herrero una pistola de dos
tiros en una curtida funda sobre el pecho.
-Ahora
estamos todos -dijo el pulpero-. Ya no hay nada más que hablar. Todo se habló
ayer. -Señaló la puerta y dijo: -Cuando dispongan.
Fueron
saliendo, con paso lento. Se quedaron la pulpera y la muchacha mestiza, porque
alguien debía cuidar el lugar. Cerraron la puerta pesadamente con la viga y los
pasadores. Los hombres se dieron calor con un porrón de ginebra, aunque la
noche no era fría, y subieron a los caballos.
-La vieja
no está -dijo el anciano-. La vi esta mañana por el Camino de las Tropas, con
el bultito al hombro, y cuando le di conversación me dijo que iba para
Espejuelo, el pueblo que fundaron el año pasado. Le va a tomar cinco días entre
ida y vuelta, por más que sea bruja.
Atravesaron la única calle del pueblo, iluminada sólo por las afiebradas
estrellas y por las hilachas de luz que se escapaban de las casas. Enseguida
estuvieron rodeados por los ruidos del campo abierto, casi imperceptibles para
sus oídos habituados: grillos, escuerzos, grasientos correteos de vizcachas y
el aullido fantasmal de algún zorro. El anciano prendió un cigarrillo, para
poblar el rato. Tras un largo rato de cabalgar bajo el desaforado fluir de las
nubes sobre la luna amarilla, llegaron al límite de la tierra firme y bordearon
el cangrejal. El primero en divisar la tapera fue uno de los peones. Las nubes
habían cubierto casi por completo las estrellas, pero el lugar estaba iluminado
por osamentas de caballos y reses colocadas, según les pareció, en círculo.
Bajaron de los caballos para no hacer ruido, atándolos a un álamo torcido que
estaba a la vera de una osamenta. Los pingos estaban medio retobados. No se
veía ninguna luz a través de la puerta o de las carcomidas paredes sin
ventanas. Se aproximaron en silencio.
El
herrero estudió la puerta con una lámpara de aceite. Había dos oxidadas y
gruesas cadenas, aseguradas con un candado. Tras un breve palanqueo con una
barra de bronce, el candado saltó en un polvoriento chasquido. Se oyó un leve
murmullo en el interior. Ya no era posible volverse atrás: abrieron la puerta
con una patada, entrando en tropel.
Adentro
encontraron el vacío catre de la vieja, que ocultaba debajo una marmita llena
de monedas de oro, plata, cobre y del tiempo de la colonia. Un par de vestidos
nuevos y ya fétidos colgados de una viga encastrada en el adobe, y angelitos de
pulpería, en distintas fases de putrefacción, desde el esqueleto que gracias al
adobo había conservado una amarronada piel, hasta el cuerpo aún apto para los
gusanos. Y, estaqueada en el piso, con el vientre hinchado de ocho meses y con
las deformaciones en los miembros y en el tronco producidas por un largo e
inmóvil cautiverio, a una mujer desnuda y cubierta de suciedad. La lengua
cortada y los labios cosidos, con un breve resquicio para la introducción de
los alimentos, no le impedían producir sonidos entrecortados, mientras miraba a
las sombras recién llegadas. Les costó reconocer en ella a la Julia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario