Corrí
desesperado. No había duda de que el propósito de aquellos hombres era
detenerme. Cuando di vuelta la esquina
vi que otros estúpidos como yo corrían la misma suerte.
Vi que un
joven y atlético habitante tropezó en la vereda y cayó en las redes asesinas.
Me imaginé
que el pobre tenía tanta mala suerte como yo y pensé que, siendo tan ágil por
su juventud no le había bastado para sustraerse a la detención. ¡Qué podía pretender
yo entonces! Renegué. Seguro que al primer intento me atraparían a pesar de que
aún mis piernas respondían bastante bien.
Noté que mi respiración se estaba volviendo
agitada y ansiosa. Tenía la boca y la
garganta secas. Quise tragar saliva y me dolió la faringe por el esfuerzo, era
como si mis viejos pulmones se estuviesen calentando para quemarme el pecho.
Varios de mis compañeros ya habían sido detenidos.
En un último esfuerzo me arrojé a un zaguán simulando una acción de
ocultamiento, pero eso sólo sirvió para que el uniformado y el otro, de civil,
me tomaran por la fuerza y me arrojaran en el habitáculo donde algunos de mis
compañeros mascullaban su rabia y su miedo.
Tres días habían pasado desde aquella fatídica
mañana.
Tres días y tres noches de pesadilla.
Pocos pudimos dormir algún rato en el piso sucio y
mugriento.
Algunas
pilchas viejas y olorosas hacían las veces de camastro.
Casi no nos daban de comer y el agua escaseaba. Era
sucia y caliente. Yo, a pesar de toda mi bronca y mi tristeza, aún comía de
aquella porquería que nos daban.
Algunos
compañeros hacían más de tres días que ya no comían.
Yo no
entendía por qué. Más adelante habría de comprender lo que pasaba.
Al cuarto día, algunos de los presos más viejos,
fueron reubicados quien sabe donde. Eran del grupo de los que ya no comían ni
bebían. Pensé que irían a algún tipo de tortura o alguna cosa parecida y que
más tarde volverían.
Nunca los
volví a ver.
Un “niño bien”, que se la pasaba llorisqueando todo el día, me dijo que estaba
esperando que alguien lo viniera a buscar. Estaba seguro de que responderían
por él y le darían la libertad, pero ya habían pasado veintisiete días y nadie
había llegado para liberarlo. Esa noche dejó de comer y a los tres días se lo
llevaron casi a la rastra. Tampoco lo volví a ver más.
Aquellos “traslados” de algunos presos comenzaron a
inquietarme, máxime cuando había comprobando que ya no regresaban.
Después de que el “niño bien” llorón dejara de comer
y de llorisquear, pasaron los clásicos tres días y una mañana se lo
llevaron.
No me
olvidaré nunca de aquella mirada desesperada y de miedo que me arrojó por la
cara, era como si me hubiese arrojado toda su incomprensión, su decepción y su
tristeza.
Por supuesto,
tampoco lo volví a ver.
Una noche, mientras simulaba dormitar, escuche algo
que murmuraban los malditos carceleros. Uno de ellos dijo algo de “Treinta
días” y también me pareció que escuchaba
mi nombre. Lo de los “treinta días” no lo entendí muy bien, pero estaba
convencido de que habían pronunciado mi nombre.
Había perdido mucho peso y me estaba poniendo cada
día más débil.
Estaba seguro de que alguien vendría por mi y me
sacaría de aquella mugrienta prisión donde los barrotes oscuros y lúgubres que nos separaban del
mundo, se asemejaban a garras asesinas cerrándose cada vez con más fuerza y
rapidez sobre los infelices que nos hallábamos allí sin poder saber siquiera
cual había sido el delito que habíamos cometido.
Esa noche me tiré sobre el piso y tuve una
revelación:
¡Ya se! ¡La
señora Carmen me conoce y ella firmará con gusto la caución sobre mi
honestidad!
Además, ella
fue la única que siempre me alcanzó un plato de comida y nunca me hizo un
reproche! ¡Claro: La señora Carmen..! ¡Cómo no me di cuenta antes! ¡Seguro que
ella vendrá de un momento a otro y me iré de esta maldita pocilga! ¡Todavía hay
tiempo! ¡Me parece verla entrando con su documento en la mano!
Pero las
horas, con su cadencia inexorable fueron rolando ocultas entre los ruidos de la
calle triste!
Los días pasaban y la señora Carmen no aparecía
Había perdido la cuenta del tiempo que había
transcurrido desde nuestra detención.
Los que ingresamos el mismo día todavía estábamos allí.
Una mañana, sin saber por que, sentí que la
tristeza más profunda me invadía, que mis ojos estaban opacos y que un gran cansancio se apoderaba
de todo mi ser.
Ese día dejé de comer.
No tenía
apetito ni sed y pensé que me había contagiado de aquella rara enfermedad que,
poco a poco, se iba apoderando de todos nosotros. Me asusté.
Un guardia me
trajo agua y vi mi rostro reflejado en
ella: flaco, con la mirada muerta y sin brillo. Solo eso.
No tenía sed
y no bebí una gota. Aquel maldito líquido sólo me sirvió de espejo!
Tres días después vinieron a buscarnos y, junto con los compañeros que habíamos sido
detenidos en la misma ocasión, partimos desolados con el paso tardo hacia
lo desconocido.
Miré al
guardia y supe de su miedo y de su angustia.
No se por
qué, pero vi tanta zozobra en aquel rostro que sentí un nudo en la garganta y
tuve ganas de llorar, por mi mismo y por aquel infeliz con cara de magro
asalariado.
Me dio
lastima el pobre hombre…
Partimos en
silencio.
Atravesamos
una inmensa sala, decepcionados de todo;
por esta perra vida y este puerco destino que nos tocaba vivir.
De todos
nosotros ninguno tuvo la “suerte” de que alguien viniese por ellos a “sacar la
cara”, como quien dice… y a ofrecerse como garante.
¿Garante de
qué? ¿Qué habíamos hecho? ¿Sólo por vivir en libertad? ¿Sólo por vivir de cara
al viento y pedir a veces algo de comida? ¿Sólo por ser tan pobres e
indefensos? ¿Sólo por saber mirar a
todos con la pureza y el amor con el que nacimos?
¿Por ser
apolíticos y ateos..?
Una gruesa señora entrada en años traspuso sudorosa
la puerta principal y con ansiedad interpeló al guardia que con aspecto de
hastío estaba apoyado en el mostrador
tratando de releer un diario Clarín de la semana anterior.
-¡Soy
la señora Carmen, la del Kiosco que está frente a la plaza San Martín, ustedes me conocen!
Vengo por Lurca, ¡espero haber llegado a tiempo! Firmaré la garantía y se irá
conmigo. ¡Yo me hago cargo!
-Lo siento señora… Ayer se cumplieron los 30 días,
respondió lacónicamente el empleado.
La pobre
mujer miró con rabia hacia la pared mientras secaba una lágrima amarga y
rebelde que escapó de su roto corazón.
En la pared
que daba hacia la parte más luminosa del lugar había un cartel que decía:
“SEÑORES
PROPIETARIOS, SI PASADO LOS TREINTA DÍAS NO RETIRAN A SUS PERROS, ESTOS SERÁN
SACRIFICADOS SIN EXCEPCIÓN”.
“DIRECCIÓN DE
ZOONOSIS”
PERRERA de la MUNICIPALIDAD de...
No hay comentarios:
Publicar un comentario