viernes, 10 de mayo de 2013

LURCA-NORBERTO PANNONE




Corrí  desesperado. No había duda de que el propósito de aquellos hombres era detenerme. Cuando di  vuelta la esquina vi que otros estúpidos como yo corrían la misma suerte.
Vi que un joven y atlético habitante tropezó en la vereda y cayó en las redes asesinas.
Me imaginé que el pobre tenía tanta mala suerte como yo y pensé que, siendo tan ágil por su juventud no le había bastado para sustraerse a la detención. ¡Qué podía pretender yo entonces! Renegué. Seguro que al primer intento me atraparían a pesar de que aún mis piernas respondían bastante bien.
Noté que mi respiración se estaba volviendo agitada  y ansiosa. Tenía la boca y la garganta secas. Quise tragar saliva y me dolió la faringe por el esfuerzo, era como si mis viejos pulmones se estuviesen calentando para quemarme el pecho.
Varios de mis compañeros ya habían sido detenidos. En un último esfuerzo me arrojé a un zaguán simulando una acción de ocultamiento, pero eso sólo sirvió para que el uniformado y el otro, de civil, me tomaran por la fuerza y me arrojaran en el habitáculo donde algunos de mis compañeros mascullaban su rabia y su miedo.

Tres días habían pasado desde aquella fatídica mañana.
Tres días y tres noches de pesadilla.
Pocos pudimos dormir algún rato en el piso sucio y mugriento.
Algunas pilchas viejas y olorosas hacían las veces de camastro.
Casi no nos daban de comer y el agua escaseaba. Era sucia y caliente. Yo, a pesar de toda mi bronca y mi tristeza, aún comía de aquella porquería que nos daban.
Algunos compañeros hacían más de tres días que ya no comían.
Yo no entendía por qué. Más adelante habría de comprender lo que pasaba.
Al cuarto día, algunos de los presos más viejos, fueron reubicados quien sabe donde. Eran del grupo de los que ya no comían ni bebían. Pensé que irían a algún tipo de tortura o alguna cosa parecida y que más tarde volverían.
Nunca los volví a ver.
Un “niño bien”, que se la pasaba  llorisqueando todo el día, me dijo que estaba esperando que alguien lo viniera a buscar. Estaba seguro de que responderían por él y le darían la libertad, pero ya habían pasado veintisiete días y nadie había llegado para liberarlo. Esa noche dejó de comer y a los tres días se lo llevaron casi a la rastra. Tampoco lo volví a ver más.
Aquellos “traslados” de algunos presos comenzaron a inquietarme, máxime cuando había comprobando que ya no regresaban.
Después de que el “niño bien” llorón dejara de comer y de llorisquear, pasaron los clásicos tres días y una mañana se lo llevaron. 
No me olvidaré nunca de aquella mirada desesperada y de miedo que me arrojó por la cara, era como si me hubiese arrojado toda su incomprensión, su decepción y su tristeza.
Por supuesto, tampoco lo volví a ver.
Una noche, mientras simulaba dormitar, escuche algo que murmuraban los malditos carceleros. Uno de ellos dijo algo de “Treinta días”  y también me pareció que escuchaba mi nombre. Lo de los “treinta días” no lo entendí muy bien, pero estaba convencido de que habían pronunciado mi nombre.

Había perdido mucho peso y me estaba poniendo cada día más débil.
Estaba seguro de que alguien vendría por mi y me sacaría de aquella mugrienta prisión donde los barrotes  oscuros y lúgubres que nos separaban del mundo, se asemejaban a garras asesinas cerrándose cada vez con más fuerza y rapidez sobre los infelices que nos hallábamos allí sin poder saber siquiera cual había sido el delito que habíamos cometido.

Esa noche me tiré sobre el piso y tuve una revelación:
¡Ya se! ¡La señora Carmen me conoce y ella firmará con gusto la caución sobre mi honestidad!
Además, ella fue la única que siempre me alcanzó un plato de comida y nunca me hizo un reproche! ¡Claro: La señora Carmen..! ¡Cómo no me di cuenta antes! ¡Seguro que ella vendrá de un momento a otro y me iré de esta maldita pocilga! ¡Todavía hay tiempo! ¡Me parece verla entrando con su documento en la mano!
Pero las horas, con su cadencia inexorable fueron rolando ocultas entre los ruidos de la calle triste!
Los días pasaban y la señora Carmen no aparecía

Había perdido la cuenta del tiempo que había transcurrido desde nuestra detención.  Los que ingresamos el mismo día todavía estábamos allí.

Una mañana, sin saber por que,  sentí que la  tristeza más profunda me invadía, que mis ojos estaban  opacos y que un gran cansancio se apoderaba de todo mi ser.
Ese día dejé de comer.
No tenía apetito ni sed y pensé que me había contagiado de aquella rara enfermedad que, poco a poco, se iba apoderando de todos nosotros. Me asusté.
Un guardia me trajo agua y vi  mi rostro reflejado en ella: flaco, con la mirada muerta y sin brillo. Solo eso.
No tenía sed y no bebí una gota. Aquel maldito líquido sólo me sirvió de espejo!

Tres días después vinieron a buscarnos y,  junto con los compañeros que habíamos sido detenidos en la misma ocasión, partimos desolados con el paso tardo hacia lo  desconocido.
Miré al guardia y supe de su miedo y de su angustia.
No se por qué, pero vi tanta zozobra en aquel rostro que sentí un nudo en la garganta y tuve ganas de llorar, por mi mismo y por aquel infeliz con cara de magro asalariado.
Me dio lastima el pobre hombre…
Partimos en silencio.
Atravesamos una inmensa sala, decepcionados de todo;  por esta perra vida y este puerco destino que nos tocaba vivir.
De todos nosotros ninguno tuvo la “suerte” de que alguien viniese por ellos a “sacar la cara”, como quien dice… y a ofrecerse como garante.
¿Garante de qué? ¿Qué habíamos hecho? ¿Sólo por vivir en libertad? ¿Sólo por vivir de cara al viento y pedir a veces algo de comida? ¿Sólo por ser tan pobres e indefensos? ¿Sólo por  saber mirar a todos con la pureza y el amor con el que nacimos?
¿Por ser apolíticos y ateos..?


Una gruesa señora entrada en años traspuso sudorosa la puerta principal y con ansiedad interpeló al guardia que con aspecto de hastío estaba apoyado en el mostrador  tratando de releer un diario Clarín de la semana anterior.
                -¡Soy la señora Carmen, la del Kiosco que está frente a  la plaza San Martín, ustedes me conocen! Vengo por Lurca, ¡espero haber llegado a tiempo! Firmaré la garantía y se irá conmigo. ¡Yo me hago cargo!
-Lo siento señora… Ayer se cumplieron los 30 días, respondió lacónicamente el empleado.
La pobre mujer miró con rabia hacia la pared mientras secaba una lágrima amarga y rebelde que escapó de su roto corazón.

En la pared que daba hacia la parte más luminosa del lugar había un cartel que decía:

“SEÑORES PROPIETARIOS, SI PASADO LOS TREINTA DÍAS NO RETIRAN A SUS PERROS, ESTOS SERÁN SACRIFICADOS SIN EXCEPCIÓN”.
“DIRECCIÓN DE ZOONOSIS”
PERRERA  de la MUNICIPALIDAD de...






No hay comentarios: