En esta época
en que encontramos innumerables adelantos tecnológicos, nos sentimos superiores
y a la vez estresados, desubicados, nerviosos, malhumorados. Necesitamos
percibir que tenemos un poder inalcanzable y queremos llegar a lo máximo en la
vida. Si uno comienza a razonar y recapacita se da cuenta que no vale la pena
tanto esfuerzo.
Correr y correr cuando son esas pequeñas cosas las
que nos reaniman de otra manera. Les contaré una anécdota. Una historia en la
que participé. Yo vivía con mi familia en una casa del barrio de Devoto. En eso
momentos no había departamentos edificados. Todas eran casas; al lado nuestro
vivía una familia que tenía hijos adolescentes. Generalmente a la tarde salía
un muchacho joven, se sentaba en el umbral y comenzaba a cantar. Todos los
chicos del barrio nos sentábamos en la vereda para escucharlo. Cantaba muy
bien; después de cantar relataba películas, mientras nosotros lo escuchábamos
con mucha atención. Así todas las tardes. Nos gustaba mucho, nos hacía soñar,
nos hacía preguntas y le contestábamos contentos. Era como un maestro para
todos. Y así pasaban los días, hasta que un día no tuvimos que mudar al centro.
Al principio
lo extrañaba; luego, mientras iba creciendo, de tanto en tanto me acordaba de
él.
Pasaron años y hoy de casualidad tuve que hacer
trámites y pasé por mi antigua casa: Estaba más vieja. Atardecía y encontré al
mismo muchacho ya hecho un hombre mayor. Seguía contando las historias que,
según él, le toco vivir. Había reunido muchos chicos, me quedé un rato escuchándolo.
Me di cuenta de que manera suave hablaba. Sonreía y daban ganas de seguir
escuchándolo. Inspiraba ternura y amor.
Cuando me retiré de ahí comprendí que no todo está
perdido
No hay comentarios:
Publicar un comentario