La
caminata terminaba allí; mis piernas no respondían. El calor agobiante
transformó mi cuerpo en un incesante burbujeo salido de mis entrañas.
Me dejé
caer a los pies de un árbol de raíces muy gruesas y follaje enredado.
Frente
a mí, un gran cerro coloreado de marrones y rojos, donde el verano
depositaba
rayos de fuego.
El agua
de mi cantimplora se había agotado, unas pequeñas gotas rozaron la boca
sedienta.
Cerré
los ojos y un sueño pesado se apoderó de mí.
Al despertar, las primeras estrellas asomaban en un cielo
azul sereno. Volví al paisaje y la sorpresa me invadió; desde lo alto del cerro
bajaba una catarata de agua cristalina. Se deslizaba con fuerza corriendo más y
más por la llanura, la que rápidamente se convirtió en río.
No
atiné a moverme, el agua se apoderaba de mi cuerpo, la razón se borró de mis
sentidos y me fui hundiendo sin saber porqué.
De
repente un golpe seco me sobresaltó, abrí los ojos con desesperación y al verme
allí un grito se ahogó en la garganta. Estaba en una calle desconocida, rodeada
de casas bajas y oscuras, sin puertas ni ventanas. El agua había desaparecido,
y el manto del cielo gris apenas iluminaba.
Allí
permanecí sin tener noción del tiempo. El entorno me molestaba y atraía al mismo
tiempo.
---- ¡Es
el infierno! (me dije).
El
silencio del lugar era semejante al de mis instintos.
Hasta
que de pronto sentí que algo muy fuerte tocaba mis brazos, palpando descubrí la
forma de alas gigantes. Sin saber cómo y porqué comencé a volar alejándome del
lugar hasta llegar al lugar de mi partida.
Observé
el lugar; el valle se veía verde salpicado con
destellos dorados.
Un arco
iris dibujado en el cielo me trasmitió la seguridad de que había vuelto a
vivir.
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